Páginas

martes, 19 de agosto de 2025

AQUELLAS PRADERAS AZULES. CONVERSACIÓN (4) al piano

HAZ PLAY Y LEE

Si escuchas esta música que yo nunca te enseñé sabrás lo que me produce tu mirada desde la primera vez que la clavaste en mi, junto a un puesto de helados, y sabrás entonces por qué esta música sabe a verde.
Si la escuchas rodeada de penumbras tendrás la certidumbre absoluta de cómo es tu piel acariciada, de su levísimo vello rubio en los antebrazos que desaparece según asciende a los hombros, y te podrás sentir, al menos una vez, en el tacto del otro.
Eso debe ser el amor.
Ni tu piel ni mis dedos, sino la caricia. Eso es lo que cuenta esta música. Ni el piano ni el pianista sino el espacio, levisimo, casi intangible que hay entre los dos. Su dolor de plumas.
, o todavía mejor, el aire dolido que acaricia a la pluma.

Conocerás eso y qué significa, al fin, el silencio de versos que se quedaba en los labios tras cada beso que nos dábamos.
Un espacio de alientos confundidos que estaba en el mismo lugar en donde se forman las palabras, antes que ellas intenten atrapar el mundo con sus filos, destrozando lo todo.
-¿La prehistoria de todo, vagas constelaciones de polvo un instante antes de formar estrellas?
-Me parecían más bonitas las de antes.
--Cuales
- Las fugaces... Mira, pide un deseo
- Son las mismas, Luis, como nosotros mismos...
- Electrones a la deriva cuántica.
- Eso no puede ser tuyo
-Por supuesto, es Solsona. Nuestro físico de guardia.

Quizás sea eso música, que es mejor recordarla que oírla siquiera.
(Y esto no lo escuches). Nunca te lo diré, pero tu siempre eras más bella en el recuerdo; fuimos siempre más felices en la memoria. Somos el humo de un cigarrillo que es expulsado y huele a tabaco y pero también aboca, como si se hubiera transformado en otra cosa.
-¿Solsona de nuevo?
-No, Lucas. Duchamp, infraleve.
Esos espacio que existen entre las notas que no son silencio pero tampoco música, al menos la que creemos oír.
Son los mismos que nuestra gran vela, que las praderas que azulean sólo cuando nosotros nos amamos sobre ellas, contaminadas por nuestros movimientos que, siempre (no escuches) eran más dulces y largos cuando los recordaba.
- Y las estrellas más brillantes.
- También la luz de las ciudades nos va poco a poco contaminando.
- Ya no se ve toda la larga mancha de la vía láctea.
- Pero cuando aún si estaba no sabíamos que era ella.
- Es cierto.
-A veces duelen las cosas cuando se conocen.
-¿Lo dices por nosotros?
-No, nosotros nunca nos hemos conocido.
-Eso es cierto. Somos dos funciones
-¿Sabrina?
-Sí, o Dirac, da los mismo. Somos una línea ondulada que corre sobre una recta y, a intervalos, se cruza con ella.
Eso o algo parecido, siempre un poco más adelante, con muchos más vacíos que llenos, con múltiples pasados, unos juntos otros separados que flotan entre nuestros reencuentros
-¿Luis?
-Supongo.
-Pues entonces contéstame a una duda que me ha surgido. Quien es la línea recta y quien la ondulada
-No lo se. Solo sé que tu eres la ondulada. Tan azul como esta canción de piano sobre la que yo escribo esta conversación ficticia que sirva para tapar todos los huecos de tu silencio

AQUELLAS PRADERAS AZULES. CANCIONES

miércoles, 6 de agosto de 2025

Aquellas praderas azules. Tú y yo lo sabíamos, querido Joaquín

 Tu y yo ya lo sabíamos.

Sabíamos que eras muy grande, mucho más de lo que tu creías, Joaquín. El más grande locutor musical que ha habido nunca, que te disfrazadas con tus pelos electrizados para que nadie supiera toda la música que conocías.
El gran Joaquín Luqui.


Ayer mismo alguien me dio la noticia, y desde entonces no ha parado de llover sobre los adoquines de Roma. Todo está mojado y gris desde que me enteré que te habías ido de esa forma tan absurda, como un puro personaje de García Márquez.
Durante todo ese tiempo no he conseguido llorar por mucho que lo intentará, y sólo he escuchado música en el mp3.
Ayer lo puse en modo aleatorio y no he dormido en toda la noche, pues afuera llovía y todas canciones me sabían tristes y cansadas, hasta que, un poco antes de amanecer comenzó a suceder el prodigio.
Fue con el Hey Jude, claro.
Nada más comenzar a sonar te escuché hablar.
Hola, hola, hola.
Y ya nunca dejé de escucharte. Canción por canción te fui oyendo de todas aquellas músicas que tú me enseñaste a amar, primero tras un transistor, luego en todos los estudios, viajes y entrevistas que compartimos durante casi 10 años de profesión compartida.
Tu y yo lo sabíamos.
Amanecía tras la linterna prodigiosa de la cúpula de San Ivo y yo te escuchaba contar mil historias como si estuvieras aquí a mi lado, y hasta recordé la única vez que discutimos cuando te dije que Madonna me sabía a plástico de envolver la verdura de Carrefour.
Una semana entera me dejaste de hablar por la herejía, pero al final decidiste que a los hijos, aunque sean postizos como yo, hay que perdonarles todas las equivocaciones.
Tu piensa lo que quieras, pero ni se te ocurra volver a decirlo, me dijiste con aquella sonrisa que tenían tus ojos como patrimonio particular, y me diste un abrazo de oso tierno mientras ponías una canción de los Beatles para firmar la paz.

Nos parecíamos tanto. Aprendí tanto de tí sobre mí mismo.
Te conocí a los trece años, cuando me entregaste un disco de Berlín por haber ganado un concurso de cuentos de la cadena ser, y doce años después volví a encontrarme contigo como colega en la misma cadena.
Tu me adoptaste desde el primer día, aunque yo no fui consciente hasta aquella noche en la que me preguntaste si todavía conservaba el disco de Berlín.
-Realmente no era muy apropiado para un chico de trece años - me dijiste cuando no había salido de mi asombro y tenía el corazón esponjado por las lágrimas que luego lloré tan dulces - Si te hubiera conocido como hoy te habría regalado Culture Club, por supuesto.
Ay, querido Luqui.
Nunca me dio tiempo a decirte los mil regalos que me hiciste, y ahora solo puedo decírtelos en esta carta sin destinatario, pues me ha dicho el cartero que el cielo de los Beatles no tienen código postal.
Me enseñaste a amar la música más de lo que yo ya hacía, que creía que era el máximo hasta que te conocí, y aunque nunca me pudiste convencer que Paul era superior a Lennon, yo fui almacenando en la caja secreta que todos tenemos para lo realmente importante cada una de tus palabras porque
Esto será tres, dos o uno.
Tú siempre lo sabías con una simple docena de compases, sin petulancia, siempre con una palabra amable aunque no te gustará, pues tu corazón te impedía hablar mal de nadie.
Eras demasiado bueno y caballeroso para hacerlo, eterno como estas piedras de Roma desde las que te escribo llorando a ratos mientras afuera llueve mansamente.
Los Rolling o Michel Jackson pero siempre los Beatles que tatareabas como tu propia banda sonora mientras me ayudabas a elegir los discos en mis primeros programas.
¿Sabes, Joaquín? Yo siempre he querido ser como tú aunque bien se que nunca lo conseguiré. Vivir la música como el que come en un restaurante de lujo cada día, a cada instante.
Ser un elegido para comprenderlo todo a través de las notas de las canciones y las miradas de las personas.
Pero nadie me puede quitar eso. La dulzura de tus ojos cuando me mirabas, como el hermano mayor que nunca tuve (o acaso sí) que me alertó sobre las tormentas y sirenas de la fama, de las trampas de los que quieren brillar sin capacidad de hacerlo.
Me quisiste y yo te quiero, ahora, bajo la lluvia amarga de una ciudad eterna que llora por ti, por nosotros, por todo un tiempo que ya pasó.


AQUELLAS PRADERAS AZULES. CANCIONES