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viernes, 27 de abril de 2012

FLORA O LA PRIMAVERA. UN FRESCO ROMANO


La pintura romana es una de las grandes desconocidas de la Historia del Arte, pues la escasez de restos bien conservados y lo tardío de su descubrimiento la convirtieron en una isla desconocida para los propios artistas hasta muy avanzado el siglo XVIII (momento en el que se excava de forma sistemática Pompeya y Herculano).
Por ello, nunca pudo llegar a influir en el gran ciclo renacentista barroco que tuvo que reinventar la pintura clásica partiendo de descripciones y relieves.
Esto influyó también en el propio público, que pocas veces tienen la capacidad de observar directamente estas obras, por lo demás fragmentarias.
Bajo estos presupuestos, comenzamos una serie de post en donde iremos analizando algunas obras maestra de esta pintura que permitan una comprensión de la misma (y de su correlato, el mosaico) que nos permitirá saborear un arte exquisito que (una nueva paradoja) nos deja entrever un arte mayor todavía (y ya por completo perdido) eol que se desarrolló en Grecia.

La obra que nos ocupa pertenece a la primera mitad del siglo I, al llamado tercer estilo, en el que desaparecen las anteriores arquitecturas para centrarse en la figura humana.
Ésta bien podría ser un tema cotidiano o, mejor, un tema cotidiano con trasfondo mitológico (lo cual era más habitual), la representación de Flora o la Primavera que derrama flores sobre el campo, símbolo del renacer tras el Invierno (en realidad la muerte), lo que nos hablaría de un tiempo entendido de forma cíclica, algo muy relacionado con el mundo oriental frente a la visión lineal, más típica de lo Occidental. especialmente tras la instauración del cristianismo.
La figura se nos presenta de espaldas, avanzando hacia el fondo, con un exquisito escorzo que nos permite ver tanto su espalda como una parte del perfil. Este movimiento de leve giro se encuentra subrayado por el movimiento de los paños, lo que hace que la mirada del espectador se "enrosque" sobre la figura y gire con ella desde los pies y hasta el brazo extendido para regresar al punto de inicio por medio del tallo blanco. Se crea así una composición por completo autónoma que no necesita ningún otro marco y provoca en el espectator un movimiento sensual y ligero (subrayado por la elegante posición de sus pies).
Exquisito es también el colorido, con una secuencia poco habitual en nuestro arte clásico de verdes-amarillentos-blancos, que proporciona un extraordinario descanso a la mirada y fuerza aún más el mensaje de ingravidez, de suave luminosidad que encarna perfectamente el espíritu de lo primaveral entendido (casi) como la entrada a lo paradisiaco.
Pero si me tuviera que quedar con una sola cosa, destacaría la aplicación de la pintura, una pincelada suelta 16 siglos antes de Velázquez, esas flores como tímidas manchas blancas que Monet habría firmado con honor.




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