"Quiero realizar cuadros como si fueran un sillón para la mirada"
Pocos cuadros de Matisse (cuyas características generales ya analizamos aquí) ilustran tan perfectamente las palabras del propio maestro: renunciar a la realidad para realizar un espacio en donde el color y la línea actúen sobre la retina del espectador, calmando su ánimo con sus melodías (Una visión mucho menos espiritualista de la misma sinestesia).
El cuadro es fruto de la fascinación por lo oriental que impregna la obra de Matisse tras sus viajes al Norte de África. Es, realmente, la heredera moderna de las famosas odaliscas de Ingres o Delacroix y su famosa visión orientalista.
También es todo un homenaje al sentido del ritmo en el arte islámico que recoge (en lo que él llama arabescos) de las lacerías y atauriques (aunque muy libremente interpretados).
En el cuadro hay, además, una fuerte deuda con el arte africano que tanto fascinara a Picasso o Modigliani, tal y como se puede observar en el rostro de la odalisca o la interpretación geométrica y sintética de su cuerpo.
Sobre todos estos mimbres Matisse construye un doble juego que está anticipando sus posteriores papiers colles.
Es el del color y la línea que juegan de una manera musical (muy cerca de la abstracción). Son ritmos en los que se pierde la mirada del espectador, incapaz de fijarse en ningún detalle durante mucho tiempo.
Dividido en dos planos, el fondo tiene una importancia capital, siendo el superior creado (tal vez) por un papel pintado en donde predomina el arabesco, y uno inferior, creado por diagonales de la alfombra. Sobre ambos (o mejor aún, confundido entre ambos) aparece la mujer y una palmera en un tiesto. Gracias a la desaparición del tradicional claroscuro, estas figuras, planas, se confunden con el fondo, creando todo un ambiente de color
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