Pocos artistas han retratado con tal desolación la insignificancia del cuerpo humano, nuestra profunda vulnerabilidad ante la vida que nos acosa, como Egon Schiele, perteneciente a la segunda generación expresionista.
Su obra arranca desde las propuestas de de Klint, de las que rápidamente descarta su carácter decorativo (aunque no sagrado), para recoger su profundo erotismo y el malditismo de algunas de sus figuras.
Va evolucionando así hacia formas cada vez más esenciales mientras el dibujo (su gran arma) se va independizando del color para crear los perfiles desgarradores de seres humanos que lentamente son deformados en sus rasgos esenciales.
A estas formas profundamente degradadas, el pintor une una profunda sexualidad que se muestra sin tapujos, incluyendo el propio onanismo, en aquel momento condenado como una práctica degradante y contraria a la salud.
Nunca se había llegado tan lejos en este campo antes poblado por venus y, en el XIX, comenzado a destapar por Delacroix (Muerte de Sardanápalo), Ingres (Odalisca), Courbet (La Siesta), Manet (La Olimpia) o Degas (Toilettes) que, pese a los escándalos que fueron produciendo en la sociedad burguesa, siempre mantuvieron la forma bella, deseable.
Sobre toda esta tradición Schiele introduce el malditismo de los simbolistas, el profundo desgarramiento moral de Munch o Kischner, abriendo un camino que transitarán otros expresionistas del XX como Kokoschka o Bacon.
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