En 1656 el cabildo de la Catedral de Sevilla le encargaría a Murillo le encargaría esta obra a Murillo.
Se trataba de una visión, tema tan grato al mundo barroco, como ya vimos aquí, que unía los mundos terrenales y sobrenaturales en una sola imagen, proponiendo al espectador las futuras glorias que le llegarían por su estricto cumplimiento de los mandamientos y sacramentos de la Iglesia Católica
Siguiendo así los modelos que iniciara el Greco (Entierro del Conde Orgaz) y Roelas, Murillo consigue una mayor unidad y ,a la postre, realismo a la hora de mostrar este contacto con lo sobrenatural, gracias a las novedades barrocas que conoce en su viaje a la corte y su amistad con Herrera el Mozo, recién llegado de Italia.
Aparecen así en su estilo las diagonales y revuelos angélicos de Rubens, una visión cada vez más idealizada que entronca con el clasicismo boloñés o una pincelada cada vez más suelta que, iniciada años antes, se reafirma con su conocimiento de la pintura de Van Dyck.
Consigue así una imagen plenamente barroca dominada por un color cada vez más matizado (y tendente a los colores pastel que caracterizarán su última obra) que se despliega a través de una pincelada cada vez más deshecha, consiguiendo sus clásicos espacios vaporosos, en donde los perfiles se difuminan en un ambiente total, cada vez más unificado visualmente.
Hay, además, una impronta oculta, la de Velázquez, con la valoración de los espacios vacíos que ocupan gran parte de cuadro (compárese con las Meninas) y su compleja arquitectura espacial en la zona baja, llena de monumentalidad y misterio, en donde vuelve a utilizar un foco en contraluz sobre la mesa de la izquierda o en el círculo de ángeles
Muchas de estas características son habituales en esta época del pintor, y sólo basta comparar este cuadro con el ya analizado de Santo Tomás de Villanueva.
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