La vida en las salas y los parques de Amboise y Chaumont, Poissy, Chambord y Fontainebleau, transcurría como en un sueño. Todo era un juego y lo sabíamos. El séquito del rey: una fila variopinta de camarlengos, mariscales, senescales, cancilleres, prebostes, mayordomos, obispos, caballeros, nobles, criados, cocineros y bufones, sin olvidar una compañía selecta de damas bellas y galantes. Nos aprovechábamos con elegancia cortesana de las relaciones mutuas, jugada, contrajugada, ataque y retirada, tanto en el amor como en la lucha incesante por el dominio y predominio en el favor del rey. Pero todo se realizaba con decoro y maestría: las intrigas y maniobras parecían figuras de un ballet, ejecutadas con abrazos, reverencias y palabras bien escogidas. Se condenaba como falta de estilo la seriedad férrea y la pasión no disimulada. Al principio, mi sangre, mezcla de española e italiana, me jugaba malas pasadas; más tarde supe adaptarme. No olvidaba nunca que el mundo no se acababa en las paredes de palacio y el horizonte de un parque real.
Hay que adaptarse continuamente: el que ayer era poderoso, hoy resulta haber perdido el favor y viceversa, y nunca se puede predecir cómo soplará mañana el viento. La corte pontificia es una confusa masa bulliciosa de funcionarios religiosos y mundanos, todos con su propio séquito, parientes, amigos, privados, sirvientes y partidarios.
Hay que adaptarse continuamente: el que ayer era poderoso, hoy resulta haber perdido el favor y viceversa, y nunca se puede predecir cómo soplará mañana el viento. La corte pontificia es una confusa masa bulliciosa de funcionarios religiosos y mundanos, todos con su propio séquito, parientes, amigos, privados, sirvientes y partidarios.
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