En la escasísima obra de Vermeer, de la que ya hablamos aquí, sólo dos cuadros son protagonizados exclusivamente por hombres, éste y el del astrónomo.
Algún crítico (Bross) ha querido ver en ello una reivindicación del estudio científico como forma de desarrollo, por completo contrario a la idea del filósofo en el mundo barroco (ejemplos los hay en Ribera o Velázquez) que se utiliza como visión desengañada del tiempo pasado, cubriéndolo de harapos y dándole fisonomía de mendigo.
Significaciones aparte, el cuadro es un perfecto compendio de las exquisiteces pictóricas que desarrolló Vermeer durante su carrera.
Partiendo del interior típico del mundo holandés, sigue la línea marcada por Codde o De Hooch que (Bozal) hacen evolucionar la pintura de género en dos direcciones, por una parte eliminando personajes, monumentalizando los restantes, por otro abandonando las típicas escenas de taberna por escenas mucho más "nacionales" ("los modos que encuentra la burguesía holandesa de verse a sí misma, de adquirir conciencia de su propia condición y de autoafirmación", Bozal)
Elimina así la excesiva gesticulación propia de las escenas de costumbres y sustituye la oscuridad tenebrista de sus interiores por lugares claros, en donde la luz tiene el protagonismo central para construir la escena.
Este mismo proceso se estaba produciendo en la pintura de interiores de iglesia y conduce directamente a estos fragmentos de intimidad que nos plantea Vermeer que (de nuevo Bozal) tiene un profundo sentido religioso, el que nos plantea la reforma y el calvinismo al rechazar la separación entre vida cotidiana y mundo sagrado, santificando el mundo de lo real (y los pequeños gestos, tan concentrados, que se suceden en él) como una forma de afirmación espiritual.
Y como eje que vertebra todo la LUZ que entra siempre por la ventana de la izquierda y se detiene en los objetos rozándolos con minúsculos puntos luminosos para luego perderse en las suaves oscuridades de los extremos.
Gracias a ella (a su construcción) el espectador es invitado a entrar en el cuadro por sutiles mecanismos perceptivos, como una visión ligeramente alzada de la visión o el recurrente juego de anteponernos objetos en penumbra en el primer plano, que nos separa del personaje que constituye en su jaula de luz un ámbito privado al que estamos invitados, pero sólo a mirar, sin que se nos permita pasar mas allá, donde reina el silencio de los corpúsculos de luz, la concentración suprema del geógrafo, os objetos animados por la luminiscencia sin pausa (pero sin estridencias)
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