Lorenzo Lotto, pese a ser incluido habitualmente en la escuela veneciana, es un autor complejo e independiente, que se movió en múltiples registros e influencias.
Educado (acaso) en el taller de los Bellini, su pintura bebe tanto de Tiziano y Giorgione como de Leonardo, Rafael (con el que trabajó en el Vaticano), Durero u Holbein.
Especialmente celebrados son sus retratos, para los que adoptó un inusual formato horizontal que le permitía grandes mesas en donde compone extraños bodegones de objetos de evidente pero oscuro simbolismo (posiblemente, muchos de sus significados solo eran conocidos por el propio comitente).
Su estilo somete al tradicional color veneciano a una sequedad puramente manierista, con un gusto por los planos cortantes y angulares en los rostros que, unidos a la luz fría y cruda que los ilumina, los acerca a obras del Greco o Morales.
Pues, y como ya hablamos aquí, Lotto nos habla de un mundo en donde el hombre se encuentra enajenado, tan sublime como hermético, tal y como pusieron de moda pintores florentinos como Pontorno o Bronzino.
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