Y al principio nosotros, simples mortales, no nos dimos cuenta, e incluso te criticamos. Pensamos, ¡qué simpleza la nuestra de seres tan pequeños!, que decías lo mismo una reunión y la del día siguiente por el simple placer de dejarnos sin el rato mínimo del recreo, por pura maldad de sentir que eras lo suficiente importante como para dirigir nuestras vidas y dejarnos sin tomar café. ¡Perdónanos, oh, dios supremo! Perdona la cortedad de nuestras miras; somos tan mínimos frente a tu augusta presencia...
Pero
ya lo hemos entendido, aunque, claro, nos ha costado. Hemos necesitado mucho
tiempo, muchas noches sin dormir, para comprender, primero, que Tú lo hacías
por nuestro bien. Como Pedagogo Insigne Nunca Suficientemente Ponderado hacías
esto para explicarnos un gran concepto, imbricándolo de tal manera en nuestra
vida que no lo olvidáramos jamás. Tú querías que supiéramos, que de veras
entendiéramos las famosas parábolas de Einstein, y nos demostrabas, nos hacías
vivir con ausencia de cafeína, la idea tan abstracta del tiempo detenido, pues
verdaderamente tu Colegio hace ya tiempo que se convirtió en un verdadero
agujero negro que absorbe todo lo que se encuentra en su entorno, sobre todo si
tiene forma, color y sabor a euro. ¡Gracias, Bienaventurado director; tu cada
vez acuciante falta de pelo no es más que, ahora lo sabemos, un exceso de
materia gris que impide el libre funcionamiento de los funículos pilosos!
Eso fue lo que entendimos, aunque no lo era todo, claro; no podía serlo, y aún necesitamos mucho más tiempo para vislumbrar la verdad verdadera que ocultaban tus actos tiernos. Al principio incluso de saberlo ni siquiera nos atrevimos a creerlo. Era tan grande y nosotros tan indefensos... Pero la evidencia terminó por imponerse, y la verdad siempre al fin aflora aunque sea tan enorme como ésta. ¡Oh, de veras que se nos acaban las palabras para hacerte loas, Gran Maestro Que A Veces Juegas (Lo Intentas) Al Baloncesto!
Tú
no hacías sólo esto para demostrar por fin empíricamente a Einstein. No tan
sólo. Lo hacías para que nosotros supiéramos de tu verdadera esencia, aunque de
una forma tan tímida, de tal elegante manera, que nosotros tardamos tanto en
vislumbrarlo. Acaso es que no nos quisieras asustar, o tal vez es que es esa la
manera tierna que tienen los propios de su especie de mostrarse a la mortalidad
abyecta de sus trabajadores. En realidad da lo mismo, pues lo importante eres
Tú, sin circunstancia, pues todas ya las has superado. Tú, verdadero Dios del
Tiempo que juegas con él a tu antojo, y lo detienes, lo aceleras o lo repites,
igual que un CD avanzado un poco bajito pero de grandes prestaciones. Eres el
dios temporero, la divinidad de los minutos, la triada capitolina que convierte
el ocio en trabajo, el café en palabras y los sentimientos en odios...
¡Oh, verdaderamente eres el
Granjero Supremo que apacienta los rebaños que nosotros, siempre tan
ignorantes, llamamos horas! Esas que a tu lado, oyendo tus palabras, se
convierten inmediatamente en meses, se dilatan en años y lustros escuchando tus
planificaciones siempre fracasadas por la vil práctica, pues no estaban a su
altura, eran demasiado buenas tus ideas para tenerlas que confrontar con el
mundo real, siempre tan caótico y confuso. El Dios de tiempo pasado y el
venidero, el que sabe lo que sucederá aunque luego suceda otra cosa, pues ya se
sabe que el mundo, los trabajadores, los puros seres humanos llenos de tantas
maldades como la de no querer arrodillarse a tu paso, son putrefactos y
asquerosos, puros residuos ante el manantial sin freno de tu inteligencia que
lo puede todo... Hasta hacer que el tiempo se pare y se encapsule para luego
poderlo liberar, una y otra vez, para deleite de nuestros oídos.
¿Gracias!, te decimos con
lágrimas en los ojos, como si en verdad peláramos una cebolla una capa tras
otra para encontrar finalmente que en la mano sólo se nos han quedado cáscaras
sin importancia.
Te queremos tanto que a
veces nos da miedo nuestros propios sentimientos.
Un beso muy fuerte,
precioso.
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