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sábado, 5 de diciembre de 2015

UN TEXTO SOBRE LA FUNDICIÓN DEL BALDAQUINO DEL VATICANO


Ruego a Su Eminencia que me permita comenzar con la fundición. Barberini asintió, y entonces Lorenzo (Bernini) dejó de sentirse nervioso. De pronto no era más que concentración en estado puro, con todo el cuerpo vibrante de atención. La cera ya se había derretido bajo la capa de arcilla, y todas las aberturas habían sido cerradas con tapones del mismo material. A su señal, dos hombres se dieron la vuelta hacia el enorme cabestrante, con el que empezaron a abrir, poco a poco, las puertas de piedra del horno. Lorenzo se cubrió el rostro con el sombrero para protegerse del calor que le llegó de pronto. En aquel momento una llama verde emergió por encima de las brasas. Perfecto: el cofre de la aleación se había derretido.
 —¡Añadid el carbón! Una docena de hombres empezó a lanzar paladas de carbón, mientras otros tantos se dedicaban a accionar los fuelles para avivar el fuego. Dos hombres por cada instrumento, que eran altos como ellos mismos. Lorenzo lanzó una viga al horno y removió el bronce fundido, que ardía como si fuera lava a la espera de ser volcada en el interior del molde, y finalmente lanzó también varios bloques de cinc, plomo y estaño que tenía preparados junto al horno, mientras dos trabajadores se servían de otro fuelle para limpiar el canalón de cenizas y porquería, y evitar así que bloquearan el paso de la fluida mezcla. Por fin ordenó que se cerraran las puertas del horno, hizo una señal de asentimiento a su padre y a Luigi para que retiraran la estopa que bloqueaba los canales de aire y la arcilla que taponaba los tubos de fundición, respiró hondo y gritó: 
—¡Ahora, Francesco (Borromini)! 
Era el momento de golpear 
(...)
Ahora veía lo que había sucedido: la tapa del horno había explotado y se había elevado por los aires, de modo que el bronce fundido brotaba por la pared superior del mismo. Sin perder un minuto se lanzó de nuevo a golpear la piquera, pasando por encima de un trabajador que había quedado enterrado bajo una de las vigas caídas. Pero antes de llegar al horno, Francesco, que por fin parecía haber vuelto en sí, arrancó de una vez los tapones con su barra de hierro. Sólo que ahora —¡maldición!— el metal salía demasiado despacio. Si se solidificaba en los canalones, ya podían despedirse de todo el trabajo. 
Con una prisa febril, Lorenzo empezó a arrojar a la mezcla fuentes y platos de estaño que aquella mañana habían amontonado junto al horno por si se encontraban en un momento de necesidad como aquél. Echó docenas, cientos de ellos, a los canalones y al horno para intentar licuar la masa, mientras Francesco se arrancaba la camisa y cogía un rascador para arrastrar la mezcla hacia la boca del horno, y de allí hacia el molde de fundición, que se mantenía firme, recto y bien sujeto al suelo. Lorenzo se agachó, puso una oreja sobre uno de los canales de aire y escuchó; del interior del molde le llegó un leve murmullo, parecido al de un trueno constante y regular que cada vez estaba más cerca.
 —Bravo! Bravissimo! 

La Principessa. Peter Prange


Para entender los valores artísticos del baldaquino, ya lo analizamos aquí

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