"Parece... como si a uno le hubieran cortado los párpados"
Heinrich von Kleist
Pocas veces se llevó a tal estado de pureza el sentimiento romántico como en esta obra de Friedrich.
Un sentimiento de Naturaleza enfrentada frente al hombre que Kant bautizara bajo la categoría de lo sublime (aquí hablamos de ella).
Es el fin de una historia gestada en la modernidad, en el propio Renacimiento, cuando el nuevo hombre creyó poder poseer y controlar la naturaleza por medio de la ciencia.
Las nuevas herramientas de la perspectiva (primero lineal y luego aérea) habían permitido al ser humano copiar y manipular esta Naturaleza para ponerla a su servicio (en realidad era una Naturaleza antropomorfizada, profundamente racionalizada y controlada) que se mantendrá en el barroco clasicista de Lorena o Poussin.
Poussin. Estaciones del año
Sin embargo, los primeros síntomas del desgarramiento muy pronto serán visibles, y la propia condena a Galileo por parte del Papado (por atreverse a quitar al hombre y su Tierra como lugar central e inmóvil) es buena muestra de ello.
Pero el relato era demasiado poderoso y aún se mantuvo durante tiempo, e incluso la Ilustración (tan práctica en otras cuestiones) reelaboró la teoría volviéndola a concebir (como haría Rousseau) como un lugar de origen, el Lugar de la perfección perdida, una Arcadia que se mantuvo en el paisaje pintoresco del mundo rococó y decimonónico.
Boucher
El aldabonazo final de la concordia entre hombre y Naturaleza corrió a cargo de los románticos y su subjetividad. Aún Delacroix intentó convertirla en una pantalla gigante en donde se proyectaran los sentimientos y emociones de los personajes, o Gericault la adoró en forma de caballos, aunque no pudo evidenciar la ruptura en sus obras más trágicas como la Balsa de la Medusa
Sin embargo, en el ámbito alemán, y profundamente arraigada en el panteísmo de su romanticismo, las costuras se resquebrajaron.
La Naturaleza se convirtió entonces en un lugar misterioso y cada vez más incomprensible en donde el tiempo devoraba lo humano y lo dejaba reducido a la ruina.
Mientras los cuentos del recién inaugurado género de terror llenaban sus bosques de seres fantásticos, resucitados de leyendas (ciertas o inventadas, pues en el fondo daba lo mismo) medievales, Friedrich nos gritaba una y otra vez la insignificancia de lo humano frente a lo telúrico.
Era lo sublime, aquello que nos conmueve hasta lo más profundo pues no somos capaces ni de comprender ni, muchos, aprehenderlo, y sin embargo nos fascina como hace el horror, ya que, en el fondo nos hace voluptuosamente vulnerables en nuestra insignificancia.
Ese es el monje a las orillas del mar. Un ser entre la tierra, el mar y el cielo, el único rastro humano en medio de una vorágine incontrolable, que se agita y grita silenciosamente, pues apenas puede hacer otra cosa
No hay seguridad del hogar, ni siquiera la religión le vale, pues el Todo le rodea.
El espectador, como decíamos en el comienzo del artículo, se siente sin párpados. Apenas si hay nada en lo que podamos fijar con atención. No hay detalles, no existe un espacio mensurable (como pretendían los Renacentistas), al eliminarse las referencias, y el espectador tiene la incómoda sensación de que el fondo avanza hacia él sin remedio.
El único punto resulta ser el monje, su diminuta, risible, terrible presencia ante lo desbordante que aún se agiganta más en la comparación con lo humano.
Van Gogh. Noche estrellada
El sueño había acabado y ya no nos quedaba sino ruinas. Así lo comprendería tanto Van Gogh (con su Noche estrellada o sus paisajes de opresivos cipreses), Munch (en su Grito, que realmente no era el del hombre, sino el de la propia Naturaleza) o Wagner (y su Naturaleza en plena expansión)
"El paisaje se hace trágico porque reconoce desmesuradamente la escisión entre la Naturaleza y el hombre (...) el artista celebra titánicamente la ceremonia de la desposesión"
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