La pintura de Giorgio de Chirico atravesó numerosas etapas.
Las más conocidas son las llamadas pintura metafísicas, como la que aparece en el primer cuadro.
Ya hemos hablado de ellas aquí, ciudades silenciosas donde la vida es minúscula (los dos paseantes que luego retomará Dalí, que cambian por completo los tamaños de las cosas, el humo de la chimenea...) y el tiempo parece congelado en un crepúsculo eterno (otra deuda que contraerá Dalí con Giorgio de Chirico) de fuertes sombras oblicuas.
En ellas se unen la modernidad de una fábrica (de cierto carácter fascista) con el clasicismo de la estatua como si el tiempo fuera cíclico y eterno y nuestra vida un paso silencioso por él.
Son unas pinturas en donde el vacío es aún más denso gracias a los volúmenes y, en principio, aunque la palabra sea un invento de los posteriores surrealistas, representaría espacios oníricos, proyecciones de la psique hacia el exterior que autores como Argullol ponen en contexto con la evolución del paisaje romántico septentrional (Friedrich)
Después de esta primera época, De Chirico va eliminando progresivamente los paisajes para encerrarse en interiores.
En ellos aparecerán las estatuas anteriores (aunque más antropoformas, como si fueran personas sometidas a la petrificación que nunca termina por completarse, quedando rastros, como el pelo, totalmente naturales) y se unen los maniquíes que, en el cuadro que abre el artículo se encuentran desarticulados o articulados de forma no antropomorfa.
Se trata de verdaderas construcciones de objetos encontrados (de nuevo un término que será definido posteriormente) remachados industrialmente y, a menudo, inacabados.
Si de los paisajes decíamos que eran una proyección de la psique estos maniquíes, las estatuas "intermedias" y los opresivos espacios interiores serían la introspección, la expresión plástica de la construcción del hombre como acúmulo de objetos y experiencias, siempre sin terminar.
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