Frente al mecenazgo aúlico y de los grupos privilegiados que caracterizó el arte mesopotámico y egipcio, el mundo griego se comportó de una forma totalmente distinta respecto a la producción artística.
Evidentemente, el cambio tiene una profunda base histórica. Frente a los grandes imperios anteriores, el mundo griego anterior a Alejandro basó su política y economía en la polis (ciudad estado), y sólo fue variando la forma de gobernarla (aristocracias, tiranías, oligarquías, democracias...).
En esta polis el arte se convierte en una actividad pública que, sin faltar ciertas formas de propaganda personal (como el Auriga de Delfos), que pretende simbolizar a su colectividad a través de sus héroes (Kuros de Anayssos, Cleobis y Bitón), o sus dioses (obras del Partenón, dioses de Praxíteles...). La figura humana y las armonías matemáticas de la arquitectura como signo de la armonía humana.
Se trata, por tanto, de unos comitentes colectivos y públicos que encargan un arte destinado a un público local que ensalza los valores de la polis (su momento culminante será la colaboración entre Pericles, arconte, y Fidias para la gran Acrópoilis de Atenas) Sin embargo, esto no significa realmente, un arte democrático, pues sus valores serán (por lo menos hasta el siglo IV) los de aristocracia primitiva más o menos disfrazados como demuestra el propio Platón (Hauser)
A partir de Alejandro Magno la situación cambia, y se inicia una política artística encaminada al engradecimiento de la imagen del soberano (de la que tanto beberá Augusto).
Los artistas comienzan entonces a trabajar para un cliente individual (Alejandro o los futuros reyes helenísticos) que buscan una imagen propagandística a través del retrato, la tumba (Mausoleo de Halicarnaso) o el recuento barroco de sus hazañas que heredará el mundo romano.
Estos reyes se convierten así en verdaderos mecenas (frente a los comitentes anteriores) y muchos artistas dejan de ser itinerantes para fijarse en las cortes.
Junto a esto (y como asegura Elvira Barba), el mundo helenístico es la primera globalización económica de la historia que genera unas clases medias elevadas por el comercio y la artesanía a gran escala.
Estas clases se convierten en nuevos clientes de arte, provocando tanto la estandarización de ciertas obras (las famosas tanagras) como el retorno nostálgico (y en muchas ocasiones ecléctico) hacia el gran arte clásico de la corriente clasicista (Venus de Milo, Espinario...).
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