En este magnífico tríptico que protegía los paneles de órgano con san Bartolomé, san Sebastián, san Ludovico y san Sinibaldo en San Bartolomeo di Rialto (hoy en la Academia), Sebastiano llegó a su primer cénit artístico, por completo veneciano.
En la obra hay constantes recuerdos del último Bellini y del malogrado Giorgione, especialmente en su capacidad de conseguir una plenitud atmosférica que rodea a sus retratos, iluminados por los resplandores dorados de sus nichos y proyectados en ellos a través de sus sombras.
Con un bellísimo cromatismo que consigue increíbles sutilidades y texturas, no renuncia, sin embargo ni a la arquitectura (severa y perfectamente clásica) ni al poder volumétrico de sus figuras (algo que desarrollará cada vez más en su época más madura, abandonando el refinamiento cromático por planos más acusados y tintas más secas)
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