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miércoles, 25 de marzo de 2020

AQUELLAS PRADERAS AZULES. Oye, chaval, ¿y ese peluco?

DALE AL PLAY, PUES LOS OCHENTA TAMBIÉN ERAN ESTO

 

Oye colega, ¿no tendrás unas monedas? 
(Y eran dos, cada uno puesto a un lado y tapando la salida)
Mira es que las necesito para un chute, que ya me estoy poniendo nervioso.


(Y te enseñaba la mano temblorosa. Una mano de puros huesos)
Podía ser por la noche pero también pasaba a plena luz del día. Nuestro barrio era un largo peregrinaje de yonkis desde el metro hacia las chabolas de la avenida de Guadalajara en donde se vendía la heroína de medio Madrid.
Pero, tranqui. Que yo voy de legal
(Aunque tuviera la mirada de vidrio, pérdida y seca)
Tú habías aprendido a esquivarlos, cruzando de acera mucho antes de que ellos te vieran, o doblando la esquina hacia una zona más concurrida, pero a veces cometías errores y te veías atrapado. Si había tiempo lo mejor era salir corriendo, pues si no
Somos conocidos del barrio, ¿verdad?
(Supongo)
Pues entonces quita esa cara de susto o me voy a poner nervioso.
Tú haz que esto es una pura charleta de amigos, ¿entiendes?
(Y asentías con el estómago pegado)
Eso está mejor, chavalín.
(...)
Y ahora a lo que vamos. ¿No tendrás una moneda?
Ocurría pocas veces pero cuando pasaba sabías que lo único importante era seguirles el rollo y no hacerse el héroe. Ellos ya lo tenían todo perdido y tú estabas paralizado por el miedo, y como mucho mirabas con disimulo una escapatoria.
(Pero el otro se daba cuenta y cerraba el camino, acercándose a tu costado) 
Buscabas un conocido que te pudiera ayudar, pero todos (tú hacías lo mismo) miraban para otro lado cuando se encontraban con una escena de esas. Era pura supervivencia en aquel Madrid en donde las jeringuillas adornaban los parques de columpios oxidados y suelo de charcos en donde pasé mi adolescencia. 
Oye, ¿y ese peluco?
(El reloj)
A ver, déjame verlo.
(Es un regalo)
Claro que es el regalo que vas a hacerme.
(Y su risa sin dientes te llenaba de frío) 
Tú, como mucho, intentabas negociar los mínimos mientras te empezaban a temblar las piernas y sin que se notara demasiado te metías la mano derecha (la pulsera no) en el bolsillo. 
Toma, quédate con el bonubus y doscientas pesetas. Es todo lo que tengo, colega. 
Y el peluco también. 
Me lo ha regalado mis... 
Chaval, te estás equivocando. Yo no soy un tolai. ¿Quieres ver la navaja que llevo en el bolsillo? Te va a encantar. 
Y tú negabas. Recordabas historias, (ciertas?) de gente a la que le habían hecho quitarse los pantalones y había vuelto a casa en calzoncillos. 
Venga, que se me está acabando la paciencia. El peluco. 
Y tu empezabas a quitártelo sin darte cuenta que
Anda, mira el listillo. ¿Y esa cadena? 

Lo único bueno entonces es que ya no quedaba más que esconder y solo era cosa de tiempo, de miedo hasta que al final se iban, de ira y vergüenza después, cuando ibas volviendo a casa con el estómago retorcido (creo que está noche no vas a cenar), las piernas de trapo y las lágrimas enredadas en el pecho. 



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