En esta miniserie de tres post intentaremos analizar tres
obras fundamentales que, realizadas en los albores del Renacimiento, nos van a
dar las claves del nuevo estilo del Quattrocento.
Los tres pertenecen a tres “amigos” que colaborarán entre
sí, fascinados por el arte de la antigüedad. (San Jorge de Donatello, Cúpula del Duomo de Brunelleschi)
Masaccio era el más joven de los tres, el que antes murió (a
los 27 años), el que menos obra dejó y el que lo tuvo más difícil (pues no se
conocía la pintura de la Antigüedad)
Sin embargo su nombre será universal, y Ucello, Castagno,
Piero della Francesca o Miguel Ángel beberán de él, pues su escasa obra puso los
cimientos para el renacimiento más evolucionado y radical.
Nosotros ya hemos hablado de él cuando analizamos su magnífica Trinidad de Santa María Novella, y hoy nos ocuparemos de un solo
panel de los frescos de la capilla Branccaci de Santa María del Carmine.
En él se representa la consabida expulsión del paraíso de
Adán y Eva que inicia la historia humana.
Lo primero que nos llama la atención es cómo consigue, con
tan pocos recursos, la perspectiva. La colocación de la puerta en escorzo (al
igual que el ángel) logran crear un espacio verosímil en donde colocar las
figuras que, frente a la tradicional presentación frontal, se nos colocan una
detrás de otra, andando hacia el exterior.
Junto a este tratamiento de la perspectiva (que debería
mucho a las indicaciones de Brunelleschi), la gran aportación es el tratamiento
que nos hace de la luz. La luz arrojada de los cuerpos (como podemos ver en las
sombras de sus piernas, que consiguen integrar las figuras en el espacio
circundantes y ponerlas verdaderamente en pie) y la luz y sombra que generan
los volúmenes (el famoso claroscuro) que consiguen dar volumetría a las figuras
y darles realismo.
La lección la había aprendido del Giotto (del que es hijo
espiritual) como podéis ver en esta obra tan cercana (Santa Croce, capilla Bardi).
También de él (y de Donatello) tomó la expresividad de caras
y cuerpos. Los gestos se convierten en símbolos parlantes que nos ayudan a
comprender la tragedia de los personajes (de nuevo el antropocentrismo: pasar a
medidas humanas la religión). Caras, torsos, manos hacen actuar y sentir a las
figuras como no se había visto desde la época clásica.
Posiblemente recogido de modelos escultóricos (pues hasta el
descubrimiento de Pompeya en el XVIII apenas si se conoció la pintura romana)
toda la pintura es un canto al cuerpo humano, reapareciendo el desnudo (el de
Hércules en Adán, el de las afroditas púdicas tipo Praxíteles en Eva), tema que
se repetirá a lo largo de todo el estilo.
No es de extrañar que estos frescos fascinasen a los futuros
autores, pues incluso el sfumato leonardesco (o el non finito de Miguel Ángel)
ya se encuentran esbozados en las caras y cuerpos
Más fotografías sobre la capilla Brancacci
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Análisis y comentario del Tributo de la moneda