- Pero ¿qué te ha pasado? – preguntó César que me
esperaba nervioso en la plaza.
- Ya te contaré más tarde. ¿Dónde están?
- Dicen que nos esperan en las piedras del fumadero.
- ¿Por qué?
- No sé, me ha dicho Bea…
- ¿Bea?
- Su amiga.
- ¿Y cómo lo sabes?
- Uno que tiene sus contactos, chaval.
(Realmente, a Luis le habría encantado tener un poco de
su arrojo y su gracia)
- Venga, te voy contando mientras vamos para allá.
Las piedras del fumadero, entonces, estaban un tanto retiradas del pueblo.
Ahora diríamos que se trataba de un berrocal de granito con grandes bloques, como
un pequeño castillo. Si se trepaba por ellos, en su interior se descubría una
pequeña hoya semicircular que se abría hacia el valle, en aquellos tiempos sin
edificación alguna. Desde él, por las noches, se adivinaba hacia el sur el resplandor difuso de las luces de Madrid.
- Está abajo –dijo Bea al verles
César se fue hacia ella y Luis se quedó solo ante el peligro.
Por un momento pensó en marcharse. Le dolía el pecho y
aún andaba con el estómago revuelto, pero en su mano sudorosa llevaba agarrada
la chapa de AC DC con el imperdible abierto que se le clavaba en la palma.
César y Bea ya habían desaparecido y Luis sintió sus
tripas sonando.
- Mira tu que si…- se dijo.
Estaba sudando y llevaba toda la camiseta mojada por su
espalda. Vaya pinta. Para una vez que… Se dio media vuelta, pero antes de dar
un paso ya se había arrepentido. ¿Cuándo se iba a fijar en él una chica como
esa?
La chapa se clavaba en su palma pero él la apretó aún
más. No se lo perdonaría nunca. Si ahora me voy seré el imbécil más grande del
mundo, y volvió a girarse y empezó a trepar por las piedras mientras sentía las
piernas de goma.
Cuando llegó arriba quiso… Pero ella estaba allí, de
espaldas, y el sol relumbraba en su melena rubia.
- No, no puedo ser tan tonto – se dijo, y empezó a bajar
hacia ella.
- Hola – gritó.
Ella se volvió y le sonrió.
- Traigo la chapa
Se sentó junto a ella y se la ofreció como si fuera un
anillo verdadero.
- Toma.
- Gracias.
- Me llamo Luis.
- Ya lo sé – le respondió con una media sonrisa -. Yo soy Sabrina.
Y quedaron en silencio, sin saber muy bien qué decirse,
mirando hacia el horizonte.
- Me gusta mucho este sitio – le dijo al fin ella -. Por
la noche, hacia allá, se ven las luces de Madrid.
- Ya lo sé – la respondió.
- ¿Damos un paseo por la urbanización?
- Claro.
Y sin otras palabras más, ese quince de agosto,
comenzaron a verse todos los días, quedando a las siete en las piedras del
Fumadero.
Luis lo apuntaría un tiempo después en una libreta azul,
tamaño cuartilla, pero lo que nunca se atrevió a escribir es que, llegando a
casa las tripas se le torcieron con el retortijón más grande de su vida, y tuvo
que encerrarse en el baño varios minutos sintiendo que se moría de amor…. Y mierda
Excelente!!
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