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sábado, 5 de febrero de 2022

ÁNIMA MUNDI. MAR

Eran dos hermanas: María y Mar.
María era la pequeña (casi diez años más pequeña) y apenas si la tratábamos con esa altivez que tienen los adolescentes con los niños, aunque siempre estaba presente, pues Mar la cuidaba como si fuera una segunda madre.

Mar y Luis se conocieron en el gimnasio, cuando él comenzó a aprender kárate, y aunque esta fue una pasión pasajera, no se separaron durante años.
Mar y Pili han sido mis dos grandes amigas, solía decir Luis, una en Madrid, otra en la Sierra, pues también en eso tuvo su vida desdoblada, como si siempre fuera dos personas tan distintas.
Y así Mar fue Madrid durante todos los años de su larga amistad, hasta que el amor la llevara a Barcelona y su relación siguiera primero por carta y cuando la tecnología lo permitió primero por email y luego por whast app. El último ella lo recibió una semana antes de suceder todo, y nunca se perdonaría haber esperado tanto para contestarlo, pues ya lo hizo para nadie.

Mar era una chica delgada de larga melena que cambiaba constantemente de los rizos al pelo liso, normalmente recogido en una larga coleta que se movía con precisión nipona cuando entrenaba, acompañando a sus patadas como si fuera un pequeño relámpago.
Y es que, cuando se conocieron, Mar ya era cinturón marrón y antes incluso de dejar él el gimnasio con un pobre cinturón verde, ella se examinó y aprobó el negro y durante un tiempo compitió tanto en combate como en katas.
Luis se solía quedar embobado viendo sus patadas en el aire que eran capaces de derribar a un adulto sin ninguna sensación de esfuerzo. Sus patadas en giro que le pasaban por encima de la cabeza pese a medir más de quince centímetros que ella, su pierna que se quedaba jugando en el aire como si no tuviera peso para luego lanzarse en un latigazo terrible que quedaba milagrosamente parado a dos centímetros de sus ojos mientras su larga coleta hacía el giro contrario (¿cómo lo conseguiría?), como un verdadero ballet.

Todo era fruto de su esfuerzo, pues Mar era capaz de entrenar horas seguidas sin proferir el más mínimo lamento ante cualquier golpe, con los nudillos en carne viva de hacer fondo con ellos, enrojecida por el esfuerzo mientras Luis intentaba siempre escaquearse, más soñador de Bruce Lee que verdadero atleta.
Sólo en una cosa la superaba, manejando los nunchacos que en sus manos (las de Luis) se volvían molinillos de feria con vida propia que rodaban en torno a su cuerpo como conejillos tiernos para luego detenerse un momento bajo su brazo, tomar aliento y descargar toda su furia contra el saco que vibraba como si fuera de pura seda.

A Mar le gustaba verle con ellos como antes Luis veía sus patadas, maravillada por la precisión de aquellos maderos negros enganchados por una cadena que silbaban como demonios en las ocasiones en las que hicieron demostraciones juntos, cada uno envidioso de las maravillas del otro, como si fueran dos piezas que se complementasen.
Luis los había comenzado a utilizar varios años antes de entrar en el gimnasio con la única guía de las películas de Bruce Lee (¡cómo olvidar Juego con la muerte!) y sólo a base de golpes había aprendido. De golpes y de alguna que obra lámpara reventada en su cuarto que pagó con su paga semanal.
Pero ni siquiera eso le hizo desistir. Era la sensación de libertad, solía decir. De un poder sin límite que se hinchaba al verlos bailar como perros amaestrados, mientras zumbaban en los oídos.

Quizás por ellos, o tal vez por todas las películas de Bruce Lee vistas una y otra vez terminó en el gimnasio en donde conoció a Mar, y aunque durante un tiempo se quedó abrumado por ella, pronto se volvieron inseparables.

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1 comentario:

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