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martes, 19 de noviembre de 2019

PONTORNO. Descendimiento


En la segunda década del siglo XVI el mundo se rompió sin posibilidad de volver a ensamblarlo. Se rompió por las guerras italianas que mantuvieron Francisco I y Carlos V y que dejaron un reguero de desolación cuya máxima expresión fue el Sacco di Roma (1527), cuando el propio Papa tuvo que esconderse en los subterráneos del Castillo de Sant´Angelo ante la barbarie de los lansquenetes alemanes que arrasaron la ciudad.

La crisis económica comenzó a instalarse pero aún fue más terrible la desazón ideológica que sembró Lutero con sus tesis de Wittenberg (1517) y que abrió el camino hacia el protestantismo y a las interminables guerras de religión.























Todas las certezas, el orden recuperado de la Antigüedad al que nos empeñamos en llamar Alto Renacimiento, se fragmentaron como un vidrio ya imposible de recomponer. Ya no había posibilidad de seguir buscando la armonía ni la serenidad de un Bramante, de un Leonardo o de un Rafael en su Escuela de Atenas. No se podía seguir mintiendo. ¿Para qué dibujar una belleza que ya no existía en los corazones?
Quizás el primero en darse cuenta de todo ello fue Miguel Ángel que evolucionó rápidamente hacia una crispación desconocida, como la que nos muestra ya su Moisés viendo a su pueblo adorar a un becerro de oro. 

Uno de los rasgos de este estilo fue la pérdida de capitalidad de Roma a favor de nuevas cortes, como la de unos retornados Medici a Florencia, el lugar en donde viviría y pintaría Pontormo.
Estos nuevos príncipes siguieron al pie de la letra las ideas expuestas por Maquiavelo en su Príncipe. En un mundo tan hostil y cambiante la moral personal de Príncipe no debe ser un obstáculo para su gobierno, y cualquier manipulación, tanto en el halago como en la violencia, es necesaria si consigue su objetivo: mantener en el poder y gobernar al pueblo. Éste es el final supremo del poder, su propia supervivencia. El Príncipe convertido en una máquina (y no una persona) eternamente atareada en la inmensa partida de ajedrez que es su cargo.
























Ante todo esto, ¿cómo responder si se es artista?

Miguel Ángel dio las dos soluciones que se desarrollaron a lo largo del siglo XVI.
Se podía refugiarse en sus sentimientos, en una visión emotiva del mundo interior, como ya lo hizo el maestro en sus sucesivas piedades (como la de Rondanini) o el Juicio Final de la Sixtina y que el Greco o Tintoretto siguieron para buscar los caminos de la mística o del tenebrismo, respectivamente.




  


























Pero Miguel Ángel dio otra dirección posible: envolverse en arte
Ante el mundo terrible, dosis excesiva de artisticidad. Su Victoria o su Entierro de Cristo eran el camino: un canon deformado hasta convertirlo en pura línea, trastocar el espacio para hacerlo irreconocible, volcado sobre el espectador para que no pueda salir de él, gestos aristocráticos, amanerados sobre sí mismos, colores que ya no son reales por pura convicción y convierten al cuadro en un juego de artificio, atentos sólo a sus propias estridencias; luces que ya no son verdaderas…
                                      La Victoria. Miguel Ángel

Ese fue el camino que tomó Pontorno.























Shermann, uno de los grandes especialistas de este movimiento, habla de un arte sofisticado, aristocrático y profundamente intelectual, no hecho para el pueblo, sino para paladares mucho más exquisitos que disfrutan (desde el conocimiento) de todas las disrupciones del nuevo estilo, sus amanerados efectos. Panosfky habló del triunfo definitivo de la Idea sobre la realidad. Gombrich de la dimostracione, de la capacidad del artista de demostrar sus medios técnicos, como un sueño del que no quiere despertar y que ya había ocurrido en periodos históricos anteriores (como la fase posclásica del arte griego o, más cercana aún, el gótico internacional del siglo XIV, un arte de belleza extrema en medio de la peste y la guerra).

Todo esto se encuentra en este magnífico cuadro de Pontormo en donde la composición se ha vuelto centrífuga.

Desde el Juicio Universal de Miguel Ángel, se ha eliminado el primer motor (Cristo) para sólo dejar un espacio vacío en su centro, un vórtice rodeado de manos que aspira la mirada para luego hacerla girar, sin espacio real en un suelo (una caja espacial) demasiado inclinado en donde apenas si se pueden posar los pies, elevado sobre las propias figuras que se apilan para llegar a tocar la nube superior (En realidad son estas figuras las que crean el espacio en vez de incluirse en él, como era habitual en el Renacimiento, rompiendo la cuarta pared (Borrás) que separaba espectador y cuadro y volcando las figuras no hacia el interior sino hacia el propio espectador, como ocurre en el Expolio del Greco).























Es un cuadro en donde los colores se han independizado de la realidad, volviéndose metalizados, ácidos y tornasolados, como ya viéramos en otra ocasión con el Greco.























La luz en ellos crea extraños efectos (lunares han dicho algunos) mientras las figuras se contorsionan en formas serpentinatas (como ya le había enseñado Miguel Ángel), profundamente inestables, apoyadas unas en otras en un equilibrio de un solo instante (también miguelangelesco)

Quedaba así plenamente sancionada la pintura extremadamente intelectual que seguiría Bronzino, Parmigianino, la segunda escuela de Fontainebleau, los retratos de Sánchez Coello o Pantoja de la Cruz en la corte filipina.
Un arte de pura idea, como fue el de Palladio, frío hasta lo irracional como fue el escorial de Juan de Herrara, una pura joya, pues así fueron algunas obras de Giambolonia.

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