En 1957 apareció el primer azul de Klein. Tres años después, y tras las largas pruebas, el artista patentó su color azul ultramarino que terminaría por convertirse en su rasgo de estilo más distintivo.
Según el propio autor era «un azul en sí mismo, desvinculado de toda justificación funcional (...) «el azul es lo invisible haciéndose visible».
Desde hacía tiempo, Klein ya había realizado cuadros monocromáticos (especialmente dorados) que pretendían crear un arte espiritual, ajeno por completo a las contingencias, en donde el espectador se convirtiera en uno de los polos (imprescindibles) del acto artístico.
En ellos, más que la pura visión (o el reconocimiento) primaba el concepto de contemplación, muy influido por la filosofía oriental (Klein era un consumado artista marcial, teniendo el cinturón negro de judo).
La obra se convertía en un lugar (espiritual) en donde buscar lo que cada uno de nosotros tuviera dentro, un verdadero mandala, como ya vimos aquí.
Seguía así las ideas ya trabajadas por Rothko (y que explicamos en este artículo) en donde la visión interior sustituía a la exterior (tradicional en occidente).
Pero este azul no se limitó a sus monócromos y pronto invadió otras de sus obras, coloreando esculturas (su famosa Victoria de Samotracia), sus esponjas o las antropometrías.
Mientras esto se sucedía su azul fue adquiriendo connotaciones táctiles que le daban aún más profundidad e, insisitiendo, en su carácter de visión de otras realidades más allá de las cotidianas, llenas de silencio y misterio.
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