En 1957, un artista un tanto peculiar, hizo su primer cuadro azul. Se llamaba Yves Klein y se iba a convertir junto a Beuys y Warhol, en uno de los grandes artistas de la segunda mitad del siglo.
Y es que el arte después de la segunda Guerra Mundial había tomado un rumbo imprevisto. Aunque Picasso y Mattisse siguieran produciendo durante mucho tiempo, se habían apartado de la vanguardia más experimental, y sólo a partir de los 80 se les recuperaría con los Nuevos Salvajes alemanes y la Transvanguardia italiana.
El nombre de moda era entonces Pollock y sus grandes cuadros pintados como una batalla contra el cuadro, y más tarde el Pop de Warhol que (más en lo ideológico que en lo material) terminó por darle un rumbo nuevo al arte actual.
El nombre de moda era entonces Pollock y sus grandes cuadros pintados como una batalla contra el cuadro, y más tarde el Pop de Warhol que (más en lo ideológico que en lo material) terminó por darle un rumbo nuevo al arte actual.
Junto a ello, y de forma casi secreta, se estaba generando la gran revolución de la segunda mitad del siglo (y de la que aún vivimos en gran parte): el arte conceptual.
Recuperando la idea de arte de Marcel Duchamp y sus famosos ready-made ,estos artistas comenzaron a plantear el arte en términos muy diferentes, dándole muchísimo más papel al espectador. En este arte el artista se limita a sugerir, a pintar un problema que ha de continuar el espectador, poniendo una parte de sí mismo para hacer funcionar la obra de arte, que ya no sería sólo el lienzo u objeto, sino toda esa interrelación entre espectador y obra.
Recuperando la idea de arte de Marcel Duchamp y sus famosos ready-made ,estos artistas comenzaron a plantear el arte en términos muy diferentes, dándole muchísimo más papel al espectador. En este arte el artista se limita a sugerir, a pintar un problema que ha de continuar el espectador, poniendo una parte de sí mismo para hacer funcionar la obra de arte, que ya no sería sólo el lienzo u objeto, sino toda esa interrelación entre espectador y obra.
Junto a ello el pensamiento oriental, presente desde el propio Manet, los impresionistas o los postimpresionistas, vuelve a cobrar una nueva importancia. Intentando resumir al máximo, esta filosofía pretende la unicidad de todo. En ella no caben las características contradicciones occidentales (blanco-negro, día-noche, hombre-mujer, bueno-malo…). Por el contrario, afirma que todo pertenece a todo y se relaciona con todo. (Verdaderamente es difícil explicar, con nuestro lenguaje occidental, siempre tan racional, una filosofía que es ante todo espiritual).
Uno de los símbolos más conocidos de oriente, el famoso yin yang, quizás aclare mejor las cosas, pues además de ser un círculo (una rueda que gira, algo que fluye y nunca se detiene, como entiende el mundo el oriental), nos demuestra que en el más puro negro existe el blanco, como en cada hombre hay mucho de femenino o en la más absoluta maldad algo bueno o viceversa.
Nos dice, también, que nada puede ser eliminado sin que todo el sistema quede dañado, pues la armonía de contrarios es en verdad la esencia de la vida, como cualquier biólogo podría decirnos sobre un sistema ecológico, en donde todo (desde la bacteria al león) tienen una unión tan íntima que si desaparece uno terminará por desaparecer el otro.
Nos dice, también, que nada puede ser eliminado sin que todo el sistema quede dañado, pues la armonía de contrarios es en verdad la esencia de la vida, como cualquier biólogo podría decirnos sobre un sistema ecológico, en donde todo (desde la bacteria al león) tienen una unión tan íntima que si desaparece uno terminará por desaparecer el otro.
Ante esta idea desaparece el típico concepto occidental del hombre como rey absoluto de la creación, que la manipula (y extermina) en función de su ambición o placer.
Por el contrario, en la filosofía oriental el hombre es parte integrante del todo y como tal debe comportarse. Debe conocerse a sí mismo para conocerlo todo, pues en el interior de cada ser está la Naturaleza entera (como mucho más tarde demostró el descubrimiento del ADN). Para ello debe, ante todo, no dejarse seducir por las puras apariencias (el samrasa), sino buscar la esencia (el famoso nirvana, numerosas veces tan mal interpretado).
Por el contrario, en la filosofía oriental el hombre es parte integrante del todo y como tal debe comportarse. Debe conocerse a sí mismo para conocerlo todo, pues en el interior de cada ser está la Naturaleza entera (como mucho más tarde demostró el descubrimiento del ADN). Para ello debe, ante todo, no dejarse seducir por las puras apariencias (el samrasa), sino buscar la esencia (el famoso nirvana, numerosas veces tan mal interpretado).
Para conseguir llegar a este estado mental se han recurrido a numerosos métodos, desde el movimiento (las artes marciales, el taichi, el yoga), los mantras (canciones repetitivas, como la de los monjes lamaístas) o los mandalas (dibujos geométricos repetitivos, curiosamente muy parecidos a las lacerías islámicas).
Estos mandalas, por tanto, son simples medios para conseguir algo que le parece inconcebible al hombre occidental: dejar quieto el pensamiento, abolirlo y dejar la mente en blanco, sin un solo pensamiento o imagen (intentad comprobarlo, ya veréis lo difícil que os puede resultar).
Lacería de la Alhambra
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Por último, y muy relacionado con lo anterior, ya habían existido artistas que antes de la II Guerra Mundial habían intentado llevar a la pintura a la abstracción. Muchos de ellos eran teósofos (una variante occidental del pensamiento oriental), como Kandinsky o Mondrian. En sus obras habían intentado eliminar todo lo que resultase anecdótico para buscar la armonía esencial que permitiera al espectador introducirse en uno mismo sin ningún tipo de distracción figurativa. Un paso más allá había llegado Malevich con su suprematismo. Su último cuadro, cuadrado blanco sobre blanco ya no era nada (en términos tradicionales), pero según el propio autor era una ventana abierta hacia el interior de cada uno de los espectadores.
Malevich
En este sentido hay que entender el cuadro azul de Klein. Un cuadro que no es un cuadro tradicional, sino un mandala, un medio, un instrumento de búsqueda. Por ello, no intentéis buscar en él lo que podéis encontrar en la pintura tradicional, pues no lo encontraréis. De hecho tendréis que mirar de una forma por completo distinta, sin utilizar vuestra razón (nada de composición, ni iconografía, ni personajes, ni siquiera pincelada). En vez de analizarlo tendréis que sentirlo.
Decía Kandinsky que sus cuadros eran música. Quizás sea la mejor forma de entender todo esto. Tenéis que mirar el cuadro azul como escucháis música. Cogéis el MP3 y buscáis vuestra canción favorita. Si cerráis los ojos os podréis dejar arrastrar por ella hasta perder el sentido del tiempo y el espacio, a veces tanto, que cuando termina uno siente que aterriza de nuevo en el mundo. Ésa es la idea, mirar sin ver, mirar hasta que se pierda de vista el propio cuadro. Su azul profundo os ha ido poco a poco atrayendo hasta confundiros por él y poder estar libres de las ataduras del mundo cotidiano. Estáis con vosotros mismos, con la esencia y no la apariencia, como diría Jesús Chaparro (al que debo, por cierto, casi todo lo que sé de filosofía oriental).
En el fondo es como encontraros con un espejo. Si lográis concentraros sentiréis cada uno de vosotros cosas distintas, pues os veréis a vosotros mismos; el cuadro sólo ha servido de medio.
Para que ocurriera todo esto Klein estuvo buscando mucho tiempo un color lo suficientemente profundo y seductor a la vez. Cuando lo encontró lo llegó a patentar como IKB. También investigó la forma de aplicarlo para que no quedara ningún rastro de su individualidad (su pincelada), optando por el rodillo sobre una superficie levemente satinada. Incluso dio instrucciones para colgarlo (a qué distancia de la pared) para que el cuadro llegara a flotar sobre el blanco de la pared, pues la idea de ingravidez está muy relacionada con el mundo oriental que tan bien conocía Klein (cinturón negro de judo), pues es la forma de liberarnos de nuestro cuerpo accidental y dejar que nuestra esencia lo llene todo, como una especie de energía interna que se expandiría infinitamente hasta ser todo.
Si queréis en el propio Madrid podéis ver un Azul de Klein en la cuarta planta del Reina Sofía, aunque lamentablemente protegido con un cristal que rompe gran parte de su poder magnético, al reflejar todo el entorno (¡con qué poco se puede acabar con el arte bajo el pretexto de la protección!).
También podéis ir a la planta de entrada del Museo Thyssen en donde se expone un Rothko. Este pintor tiene muchas conexiones con Klein y hay que sentirlo de la misma forma, igual que como se mira el mar y, de repente, nuestros pensamientos se disparan sin lógica hasta que todo se va diluyendo y terminamos por no pensar en nada y hasta nuestra propia respiración se acompasa al ritmo de las olas, su ruido y movimiento sin pausa pero sin angustia. Un estado mental de verdadera placidez en el que conseguimos olvidar nuestras preocupaciones y angustias, pues el mundo que nos rodea desaparece y nos encontramos en plena soledad. Una soledad plena pero no triste, sino algo suave que nos da la sensación de flotar, de no ser nosotros mismos, sino el propio mar.
Ya os advierto que la cosa no es fácil, pues estamos demasiado acostumbrados a tener miles de estímulos sensoriales en torno nuestro, a hacer, a movernos, al cambio. Pero si lo intentáis podéis conseguir sensaciones sumamente placenteras y estaríais más cerca de la verdad o la esencia o como queráis llamarlo.
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