Se llama María. Cuarenta y tantos años muy bien llevados, inteligente y culta, morena de cierto y, sobre todo, una buena amiga.
No hace mucho tiempo que nos conocemos, pero desde el primer momento supimos que nos necesitábamos, pues teníamos lo que a la otra le faltaba.
Ella es pausada y algo somnolienta, disciplinada y con un control absoluto de sus emociones.
Probablemente se trata de hábitos adquiridos, pues desde muy pequeña comenzó practicando yoga para luego conocer el taichi y el Reiki, convirtiendo sus aficiones en su manera de vivir, creando un centro de meditación y actividades relacionadas con lo oriental que dirige con una mano tan blanda y suave que nadie diría que lo hace (al contrario de otros, ¿verdad, Lucas?)
Está bien emparejada y tiene dos hijos tan bellos por dentro como ella, muy rubios y sonrientes que muchas veces le acompañan.
Su marido, por su propia petición, no es motivo de esta historia, y pongamos que se llamara Andrés.
María tiene algo que me fascina: la espiritualidad. Da lo mismo que practique reiki o taichi o se plante en la calle Pureza cada madrugada de jueves santo para ver salir a la Esperanza de Triana. En cada momento, a lo físico siempre añade un punto de.... Es difícil ponerle una palabra. Espíritu, energía, transcendencia. Cualquiera de ellas vale aunque ninguna consiga definir por completo esa paz que tiene su mirada mientras relaciona los chacras con la física cuántica más puntera o habla de energías e intenciones como forma de sanarse a uno mismo, pues la enfermedad no es un problema, sino un síntoma de un desequilibrio.
Holística, le llaman algunos sin saber muy bien qué significa esa palabra, aunque sea del todo correcta en su idea de una relación de todas las cosas.
Pues eso también la distingue, un sentido del humor discreto pero cierto que (creo) muchas veces le sirve de brújula infalible para sus singladuras más complejas, desarmando a los prepotentes y acercando con cariño a los tímidos.
Por lo menos yo la veo así. Ya os seguiré contando.
Toda María