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miércoles, 24 de julio de 2019

(De otros lados) AQUELLAS PRADERAS AZULES. Un extraño amor de poesía, redes y soul



Primero se enamoró de sus poemas morosos, llenos de imágenes sorprendentes y adjetivos poderosos que se le quedaron clavados en el alma, pues abrían mundos enteros al unirse a sus sustantivos sin que nada pareciera forzado.
Los había conocido en una red social y tras leer un par de ellos se vinculó a sus blogs que cada tarde revisaba con el ansia de un niño que busca los últimos cromos inaccesibles de una colección. 

Fue así como la fue conociendo, mucho antes su alma que su aspecto físico que ella ocultaba bajo un avatar lleno de flores oscuras, enredándose en sus metáforas que, de tan exactas, parecía imposible que no se hubieran escrito ya miles de veces. 


Esas fueron sus palabras la primera vez que se atrevió a escribir un comentario en uno de sus post, algo tan cauto y calculado que muy pronto quedó escondido bajo la decenas de comentarios de verbo florecido hasta la nausea, de fotos golosas y corazones fosforescentes que se fueron acumulando bajo sus palabras, sepultándolas, y acusó a toda aquella triste hojarasca de emoticonos y frases de calendario que nunca le contestara, aunque siguió leyéndola fascinado (y quizás algo más) por sus poemas como yemas tiernas de un tronco que a él le iban creciendo dentro.
Lo que no volvió fue a escribirla. Al menos hasta el día en el que sufrió el cataclismo de ver unas fotos publicadas en un álbum de su perfil público.
Fue entonces cuando sintió enloquecer al comprobar que tenía el aspecto ardientemente suave de sus mejores poemas y los dedos finos como sus metáforas. 

Con una cara redonda de lejana tristeza y los pechos llenos, la piel clara y los ojos negros, con una sonrisa más pequeña que el calor de su cuerpo, evidente incluso en aquellas simples fotos de sus viajes lejanos en donde lo exótico que la rodeaba carecía de interés ante la terrenalidad de sus piernas firmes y su estrecha cintura. 

Y en entonces sí, volvió a atreverse a escribir.
Lo hizo sin calcular sus palabras que salieron a borbotones por los dedos sobre el teclado, y solo después de enviarlas se dio cuenta de que aquello era toda una declaración ardorosa de amor a una edad que ya no lo permitía, pues tenía mucho más de adolescente que de hombre lleno de canas escondido tras una pantalla pero con el corazón en carne viva que a ella le llenó de espanto y deseo cuando lo revisó a la mañana siguiente con la respiración entrecortada sin saber si era por miedo a un loco o una pura y simple atracción irresistible hacia el abismo que aquellas palabras le ofrecían. 

Fue tal la conmoción que no supo contestarlas, pero aquella tarde se sorprendió a ella misma colgando otro puñado de fotos con el único objetivo de que las viera él, y esperó con ansia sus comentarios. 

Estos tardaron en llegar varios días, los necesarios para que él lograra sobreponerse al arrepentimiento de haber escrito todo aquello sin el menor control, aterrorizado de haber escrito todas aquellas cosas que no se había atrevido a decir desde los veinte años, fascinado por una jovencita alemana de parecida tristeza a la que había conocido durante un tórrido verano

Durante aquellos días de silencio maldijo una y otra vez aquel atrevimiento y se negó a entrar en la red en donde, suponía, habría una tajante respuesta de ella que le llamaría... 

Imaginó mil posibilidades de insultos y menosprecios, y cuando se encontró preparado para aguantarlos todos pulsó dos veces el enlace y se encontró con más de cincuenta fotos de ella, cada vez con menos ropa según avanzaba en el tiempo hasta llegar a un sucinto bañador que ella le terminó enviando en privado cuando su ansiedad por recibir una respuesta acabó con sus últimas reticencias ante los cientos de zumbados que transitan por Internet. 

Él las fue viendo una por una sin caer en la cuenta del mensaje privado, pues estaba tan encerrado en los oscuros pasajes del miedo a una respuesta terrible que buscaba más letras que imágenes, y sólo cuando se convenció de que no existía ninguna frase de reproche cayó en la cuenta que toda aquella colección de fotos era un striptease virtual que se concluía en el mensaje en privado que se acompañaba de un poema sobre las ascuas que deja el deseo en el vientre, oscuro bajo la piel clara de su cuerpo de leche en una playa cualquiera, rodeada de pinos de un verde intenso y viento. 
No tuvo entonces duda alguna de cómo debía contestar y, también en privado, Le envío la canción de Salomón Burke que estás oyendo, pues no concebía otra respuesta más clara a la proposición que ella le había enviado.
Un lugar de calor y movimiento lentamente agónico que ella contestó desprendiéndose de una nueva prenda en la siguiente foto y él contestó con Sam Cooke.


Se inició así un intercambio de infiernos solitarios que llenó lo más ardiente del verano en donde los poemas, las fotos y las canciones fueron haciendo insoportable la canícula que hacía zumbar como locos a los ventiladores de dos ordenadores.
Entre ellos sólo había la distancia de calles derretida por las sucesivas olas de calor que produjeron cada nuevo intercambio de mensajes que ninguno de los dos firmó con su verdadero nombre, acaso porque aquello era lo menos relevante en medio de todas aquellas confesiones íntimas con sabor a chocolate hirviendo en sus cuerpos de gelatina de colores que temblaban como cervatillos ante el breve sonido de nuevas notificaciones que apenas si les dejaban dormir, pues muy pronto dejaron de respetar las madrugadas y más tarde los rigores de la siesta, sintiendo (él) la fiebre de sus dedos en el ratón buscando nuevos enlaces de canciones mientras (ella) se encerraba buscando la caridad de una nueva metáfora que contara, aunque fuera pálidamente, el cataclismo que sufría su cuerpo ante aquellos ritmos oscuros que él la proponía con un ensañamiento de amante consumado que había aprendido en su larga experiencia de radio, dejándola sin aliento.
Ocurrió así que él perdió el apetito y sus ganas de vivir se redujeron a la labor de imaginarla en las fantasías más procaces bajo aquellos ritmos de locomotoras a punto de estallar, de sus baterías agónicamente lentas sobre las que el cantante simulaba cantar cuando lo que en realidad pasaba era otra cosa que a ella le encendía los sentidos y le hacia subir montañas para luego despeñarse en lo oscuro.
Fue entonces cuando perdió todas sus flores y sólo quedó una pasión desenfrenada y absurda que se convertía en poemas cada vez más intensos y explícitos a cada nueva canción, con la piel satinada por el sudor de su canícula particular y  palabras húmedas que a él le estaban en el cerebro como cohetes ácidos.
Dios Santo.
Las noches de insomnio se sucedían a los días y un sopor de lluvias de fuego la empapó por dentro hasta que una noche ya no pudo aguantar ni un minuto más,
pues ya se le habían perdido primero las palabras, y más tarde la lírica se llenó de cientos de palabras soeces que nunca había utilizado, haciéndole romper un folio tras otro hasta condenarla al silencio más absoluto que el comprendió al revés, forzando aún más el poder de la música hasta llegar al I Feel Love de Donna Summer.




Aquella música llevó a su cuerpo a su último límite.
Y empezó un poema tras otro incapaz de concentrarse en nada más que en aquellos sintetizadores que se mezclaban con sus gemidos de gata. Un veneno ácido que se volvió una pura obsesión, tan sólo a un paso de la frontera, y, antes de morir de algo que no era amor, ella pulsó con todo el dolor de su alma la opción de bloqueo mientras sentía las ultimas oleadas de placer que empezaban a confundirse con unas lágrimas furiosas que le quemaron los párpados al salir. 

Por un instante bailaron, incandescentes, en la misma raya de sus pestañas y abrasaron las mejillas en su lento camino, un segundo antes de caer sobre las teclas que él pulsaba para bloquearla también, pues aquello había llegado ya demasiado lejos y le empezaban a fallar las fuerzas en aquel juego maldito de dos corazones solitarios despedazados por músicas y palabras. 
Cuando lo hizo comenzó a sentir todo lo viejo que en realidad era tras aquella adolescencia tardía en la que había vivido todo el verano, como si el mundo pudiera girar del revés y el pasado regresar. 
Sintió eso y un vacío inmenso que ella comenzó a explorar en sus versos, otra vez llenos de flores oscuras, hechos de una materia viscosa parecida al silencio.

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