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miércoles, 25 de septiembre de 2019

AQUELLAS PRADERAS AZULES. Adaigietto de Mahler y las muertes de Venecia

DALE AL PLAY PARA MORIR DE MÚSICA Y BELLEZA 

La imagen perfecta de la tristeza absoluta; eso es su adagio.

Bajo sus violines la poca luz perdía aún más fuerza y el mundo amenazaba con desaparecer por completo, desdibujándose lentamente ante mi mirada de niño. 

-Pura congoja - me dijo Solsona la primera vez que hablé del adagio con él, apenas unos días después de haber descubierto el secreto que nos unió aún más. 

Enredado en sus notas sentía un profundo color gris bajo la lengua, un aroma espeso a algo estancado mientras me sentaba con las dos piernas muy juntas al borde la ventana y veía llover sin fuerza sobre las cosas, asustado de tanta tristeza que tenía dentro.


Recuerdo eso con una nitidez tan imposible que aún hoy me aprieta el estómago mientras en mi cabeza comienza a desarrollarse por completo la melodía insomne, lenta y terrible que me volví a encontrar cuando conocí Venecia por primera vez, en aquel viaje de fin de carrera de Magisterio.
Fue una revelación brutal.
En el mismo vaporetto que nos llevaba del Lido a la ciudad, mientras se empezaban a perfilar San Marcos y la biblioteca marciana, mi cabeza se llenó de golpe con la música de Mahler con tal intensidad y furia que me dio miedo que los demás lo pudieran escuchar y me aparté hacia el lugar más solitario del barco para ver todos aquellos edificios en el mismo borde del agua, sostenidos mágicamente sobre ella.
Era un día soleado pero las aguas de la laguna no llegaban a romper en azul, y un gris de arpa las velada. En los canales aún era peor, y una profunda oscuridad lamía las paredes de las casas.
Mientras sonaba la música en mi cabeza yo imaginaba que estas casas hacía siglos que se pudrían por dentro como si fueran manzanas. Una muerte lenta y cancerosa que iba invadiendo las fachadas descascarilladas, y de nada valían sus arcos góticos haciendo trenzados, nada tenía remedio: el desastre se reflejaba en las aguas podridas de los canales.
Era una belleza pérfida, un canto de sirenas terrible, pues la música era la ciudad, o tal vez justo lo contrario: una sensación de finitud, de máscara mortuoria que tenía la ciudad más bella del mundo que hacía siglos que deambulaba por la muerte como un espectro gris, oloroso a especias mojadas.
- Una ciudad llena de pena, Alfonso - le dije a mi amigo del alma que pronto me acompañaría en una nueva aventura musical
- Yo creo que es más bien un gran escenario, Luis. Un teatro, una pura mentira que tú adaptas a tu ánimo
- Pues entonces estoy realmente mal.
- Acaso estás en lo de siempre
- Te prometo que no, Alfonso. Hace ya meses y no pienso en ella - le dije sin atreverme a contarle que escuchaba la canción dentro como si tuviera unos altavoces en los pulmones (aunque posiblemente Alfonso habría sido una de las pocas personas que podría haber comprendido eso).
Solo lo quise insinuar
- No hago más que pensar en el adagio de la quinta sinfonía de Mahler.
- Lógico
- ¿Porque tiene que ser lógico?
- Era la música de la película de Muerte en Venecia. ¿No la has visto?

No, no lo había hecho, y nada más regresar a Madrid alquilé la cinta en el videoclub del barrio y... no pude soportar verla entera. 
Había demasiada muerte. Muerte y amor juntos. Muerte, amor y música que terminaba por aniquilarte, como esa ciudad a la que he vuelto en algunas ocasiones sin poder enamorarme nunca de ella. 
Durante mucho tiempo me lo impidió Mahler; luego fueron las hordas de turistas como borreguitos tras una banderola de un tour de un crucero.
Sonreían estúpidamente ante el puente de los Suspiros en donde los condenados por la Serenísima veían por última vez la luz del sol antes de pudrirse en sus húmedos calabozos.
Se hacían selfies sin parar como si esto tuviera que ver algo con el amor.
Y comían sin parar pizzas grasientas.
Y compraban souvenires sin alma mientras avanzaban vociferantes hacia el Ponte Rialto (seguir las señales amarillas de las esquinas)

¡Estúpidos! ¿No os dais cuenta de que hablamos de la muerte que nos acecha tras las falsas apariencias? ¿No veis que estáis en una ciudad que es un puta maquillada bajo la que avanza la lepra?
Ni siquiera el silencio tiene recogimiento, pues la música de Mahler lo invade todo con su terrible encanto que parece de paz y sólo lleva viento y desierto.
¿Es que acaso jamás os enamorasteis jamás de Tassio?

Bajo las aguas sucias sigue viviendo su recuerdo que el acqua alta de otoño hace salir de los fondos de limo y va repasando con los dedos las paredes cariadas de los canales más oscuros por donde los gondoleros se niegan a pasar por muchos dólares que se les ofrezcan, pues ellos saben, conocen los senderos que llevan a las pesadillas que habitan entre los violines seductores que parecen de amor y son sólo de malos, terribles recuerdos, los que nos hablan de un tiempo en el que creímos ser felices sin darnos cuenta de que todo es un puro sueño.
Eso es lo que no quieren ver y yo no consigo ocultarme.
Un gran teatro en donde habita la locura de seguir vivo cuando ya nada merece la pena; sobrevivir a fuerza de restauraciones que repintan las fachadas para mantener el hechizo de las luces indecisas que surgen de los pozos, como si Lorca ya lo supiera e imaginara a aquel niño muerto en alta mar cruzando con los ojos vacíos el arco de sus puentes, allí donde se esconde el pasado.

La imagen perfecta de la tristeza absoluta; eso es Venecia en su adagio.
Una larga, interminable despedida.








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