miércoles, 20 de mayo de 2020

Aquellas Praderas Azules. El Jardín botánico de mi infancia

DALE AL PLAY PARA VOLVER SUAVEMENTE A LA INFANCIA


Está canción sonaba muchas veces en la radio en aquellos tiempos, cuando el mundo, pese a ocupar tan pocas calles, era inmenso. 

El barrio, entonces, estaba lleno de descampados en donde jugábamos al fútbol con dos piedras como medida de la portería y, en primavera, se llenaban primero de charcos y luego de hierba que se iba secando según avanzaba el verano. 

Lo que más había era espigas que para junio ya se había secado y servían para hacer guerras incruentas, lanzándolas allí donde se clavaban, como en la camiseta o el pelo largo de Mayca, prendidas como trofeos sin lucha, y luego se caían cuando saltábamos a la comba todos juntos con esa gran maroma que Toño había traído. 
También crecían las malvas, muy altas, especialmente en los rincones de la parte de atrás que nadie pisaba.
Allí florecían esplendorosas y, muchas mañanas de verano, yo bajaba pronto y casi a escondidas con una botella de agua para regarlas y lograr así que se secaran lo más tarde posible, pues me gustaban sus flores, sobre todo porque nadie las había plantado y verlas aparecer e ir creciendo era toda una aventura  pues.
No sé, tal vez era saber (aunque sin ponerle todas estas palabras, entonces), comenzar lentamente a comprender el fastuoso ciclo de la vida que surge en los lugares más insospechados y, por extrañas razones, sentirse conectado a él como si fuera una canción, sintiendo la tierna belleza de todas aquellas vidas secretas que, incluso, surgían de entre los propios baldosines, como aquellos ombligos de venus de las umbrías o los cardos pequeños o los sedum más rústicos que, vistos muy cerca, casi, parecían un pequeño bosque por donde paseaban las hormigas y había filas enormes de zapateros que se iban agarrando uno a otro y creaban una línea roja subiendo por sus ramas. 
Bastaba un pequeño pellizco y todo aquella formación se desbarataba, corriendo cada uno en una dirección distinta, pues la infancia es feroz, terriblemente despiadada, pese a lo que Rousseau intentará convencernos. 
Preguntad si no a todas esos rabos de lagartija que se agitaban ya separados del resto de cuerpo con aquellos artefactos que, como peculiares ballestas, se servían de una goma elástica y una pinza para lanzar el alambre enrollado de las propias pinzas de tender. 
Era un arma terrible que, también, servía para dejarte las piernas de moratones, pues en las luchas nosotros, siempre tan lúcidos, no apuntábamos por encima de la cintura, más o menos. 
Hacíamos eso y capturábamos arañas para meterlas en un bote, pues los chivitos, las lagartijas pequeñas, no se dejaban, y luego, ya casi en junio, nos subíamos a las acacias para comer sus flores que se llamaban pan y quesito, y solo se comía la parte de dentro, dulzona. 
Lo hacíamos sin medida hasta que, ya por la noche, llegada el entripado, parecido al de las moras verdes o demasiado calientes que, muchos años después, conocería en la Sierra, cuando toda esta infancia de la que ahora hablo se hubiera esfumado tras la última noche de miedo, con otras nuevas canciones diferentes a esta que ahora sigue sonando mientras, recuerdo
los mirlos aparecían para abril y las golondrinas en junio, cuando la tierra se iba lentamente secando y el verano se convertía en una música eterna, parecida a la manta de frescor que dejaba el guarda cuando regaba los plátanos de la parte de atrás cada tarde
Era entonces cuando florecían en la esquina del último patio unas campanillas blancas que se iban arrastrando por el suelo como una dulce sábana sobre una tierra cada vez más reseca que se abría en diminutas grietas y miles de pequeñas margaritas amarillas.
Era entonces de los juegos alargados hasta bien entrada la noche y de las procesiones inacabables de hormigas que sólo comenzaban a desaparecer para agosto y las últimas tormentas que desbarataban nuestras carreteras para las chapas y llenaban de arena los guá que habíamos excavado afanosamente para nuestras largas tardes de canicas, cuando el mundo parecía eterno en el calor sin pausa de los veranos de la infancia que se rompían hechos pedazos por las tormentas que borraban las rayuelas, dibujando sobre ellas arroyos crecidos que arrastraban los sedimentos como el profe nos había enseñado de los ríos en la escuela. 
Todo se iba llenando de humedad y regresaban otra vez los juegos solitarios, encerrado en tu cuarto con los clic y los geypermanes mientras afuera llovía y Malher, las hojas amarilleaban y al final caían para hacer alfombras sobre los charcos y hacer crecer el musgo que, por Navidad, cogeríamos para el belén, como si la infancia fuera ante todo un tiempo circular y cíclico que hacía pasar de la alegría pintada de de amarillo de las praderas de jaramagos a la tristeza pequeña de las hojas de las malvas atacadas por la roya que dejaba el haz de sus hojas lleno de pequeñas verrugas rojizas.




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