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miércoles, 1 de abril de 2020

Aquellas praderas azules. La puerta negra de la música (2). El soul y Diana

DALE AL PLAY Y ESCUCHA CON LAS VÍCERAS


Lo he dicho miles de veces. Nunca agradeceré lo suficiente a Diana que me enseñará la puerta negra de la música y que después del jazz me mostrara, lamentablemente, el soul para que mi alma reventara en sus melodías lentas y ardientes que lloraban sexo, muy despacio, con aquella percusión cortada y el aroma intenso a café del bajo que te dolía dentro, como un suave alacrán.

Fue tal la sorpresa que durante semanas anduve pensando cómo podía haber vivido sin escuchar la voz oscura de Ottis en el borde de la bahía, sin las percusiones de vida palpitada de Roy Orbison o la alegría plácida de las Supremes, como un amanecer en los brazos de la mujer amada.

Pensé esto mientras descubría que mucha de aquella música de los ochenta que yo tanto amaba era la herencia de aquellos grandes pasada por sintetizadores y repintada por su nuevo catálogo de colores que dejaban ver (para aquel que realmente quisiera hacerlo) un erotismo glamuroso pero cierto, a veces tan barroco que se pegaba en las vísceras como si fuera gelatina. 

Pues aquella música era calor, quien podía dudarlo. Toda una chimenea encendida que se avivaba con el baile y conducía a lugares extraños de excitantes peligros que nosotros nunca conocimos, pues siempre lo vimos todo desde la distancia prudencial que siempre ponía Diana ante las cosas. 

-Luis, te presento al soul. Soul, te presento a mi pareja
Eso y una larga introducción teórica que empezó en los espirituales negros para seguir en el blues, con parada en el jazz y la música racial pero nada de nosotros mismos, forasteros en medio del incendio de aquel pub del que salí transfigurado, unos días después de lo Faemino y Cansado
Para entonces todo parecía haber regresado la normalidad, una tramposa en donde las preguntas no se planteaban y, por eso mismo, iban creciendo como plantas venenosas que iban llenando nuestros silencios de oscuros globos llenos de despojos que se balanceaban suavemente sobre nuestras cabezas mientras bajabamos por la calle Galileo y, en uno de sus cruces, Diana me empezó a hablar de Dios. 
Yo conocía que era católica y no había problema alguno, pues ella también admitía mi despego y el de todos mis amigos de la religión sin que eso ocasionará ningún malentendido. 
Y es que ella era demasiado inteligente para ofenderse por alguna expresión que estaba dicha sin maldad, pues el anticleralismo del grupo había sido una fase tan pasajera como estúpida hace tiempo superada, como si por fin hubiéramos comprendido que ella no era nuestro enemigo, siquiera un contrincante. Simplemente algo demasiado lejano de nuestras vidas al que apenas le prestábamos atención, al menos entonces.

Sin embargo, esta vez fue algo distinto, pues apareció Dios y junto a Él la idea de pecado
- Ya sabes que todo aquello que aprendí en la catequesis... No te enfades, pero hace tiempo que dejé de comprenderlo, Diana. 
Pero ella mantuvo el camino marcado, y a mí se empezaron a romper todos los esquemas. 
O sea, que no era pudor, pensé, ni siquiera esos malditos estereotipos de los que alguna vez me había hablado Mónica que convertían a una mujer sexuada en una puta si se entregaba (la palabra en sí estaba cargada de veneno) a las primeras de cambio. 
No. Las cadenas eran otras. 
Unas de fuego eterno y penitencia que yo... 
¿Cómo alguien tan inteligente como Diana podía practicar una versión tan sádica de lo religioso? 

Todos nosotros estábamos bautizados y habíamos hecho la primera comunión pero, llegados a la adolescencia, habíamos ido abandonado una iglesia que cada vez tenía que ver menos con nosotros y la vida que vivíamos, y tardaríamos muchos años (los que lo hicimos) en retornar a un sentido religioso que tenía mucho más de espiritualidad zen y nada de dogmas ni liturgias, de todas esas normas y mandamientos que, tal vez, una vez se crearon para asegurar la paz social pero ya hacía siglos que habían terminado por convertirse en uno de los mecanismos más eficaces de la historia el control de las conciencias y los cuerpos. 
¿Es que no lo quieres ver, Diana?, le pregunté sin palabras mientras escuchábamos a Salomón Burke y llorábamos con él, pues esa conversación ya solo la mantenían nuestros dedos entrelazados mientras nuestros ojos miraban a vacíos diferentes, pues aquello (sabíamos) se iba poco a poco acabando, finalizaba la travesía y ya se veía a lo lejos el puerto adornado con las primeras luces de la Navidad que ya no nos vería juntos. 
Se iría su melena negra como la voz de Sam Coke. Sus ojos grandes como carbones dulces, sus labios finos de palabras mesuradas que ya no volvería a escuchar aunque quedaran para siempre en la memoria, rebrotando años después en las ocasiones más insospechadas como pequeños diamantes de luz. 

Fui tan feliz andando contigo.






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