Aún hoy sigo sin poder definirlo, pues hay mil jazzes distintos, y unos son Bach y otros Stravinsky.
Un jazz para cada ocasión, para dormir soñando con ángeles tan suavemente ennegrecidos como adorables; uno para el sexo, otro para iluminar el día más oscuro o llorar en el momento más alegre pues
en ello estribaba una de sus felicidades, en su capacidad de paradoja e inacabamiento que dejaba al oyente en suspenso
-Esta música se encuentra a medio camino entre los instrumentos y tu oído - me dijo como si me presentará a una dama esquiva el primer día en el que acudimos al Clamores a ver... (es una verdadera lástima, pero no lo recuerdo) - Es una cuestión de inteligencia de las emociones.
Y la expresión me dejó confuso, pues entonces aún no conocíamos esa inteligencia emocional que hoy nos invade, pero al salir de la sala ya había comenzado a comprender que aquello era un fruto elaborado, con tantos intestinos como ensoñaciones;
una música profundamente impura que rompía los cánones según el humor del ejecutante, del público incluso, haciéndole respirar atmósferas complejas con la cotidianidad del que pasea.
Un puro flaneur, habría podido decir si entonces hubiera conocido esa palabra.
-Exactamente - me respondió ella.
Y sus palabras me confundieron aún más, y cuando al fin supe de ese concepto las recordé como si fueran un sueño premonitorio, y la primera imagen con el que la relacioné fue con un largo y azaroso solo de saxo, tan negro y ensortijado como su larga melena.
-Una especie de luz llena de esquinas - me tradujo Diana, apiadada ante mi falta de palabras y las dudas que llenaban su ausencia.
Lo hizo con esa elegancia tan suya que tanto teñía sus palabras como los gestos de sus manos de largos dedos de pianista, con las uñas suavemente recortadas, pintadas de un sutil tono de marfil transparente que yo solía acariciar como el que roza un suspiro, con la misma lenta parsimonia de aquellas baterías susurradas que le daban una cualidad de suave mermelada al compás para que una trompeta lo rasgara con su filo de almendras amargas.
Porque aquella música era, también, las zonas prohibidas de su piel dorada que sólo en alguna ocasión llegué a transitar, e incluso entonces como un simple polizón furtivo, perseguido por la policía de un piano sin compases que dejaba buscar a los dedos los interiores misteriosos de las teclas mientras, yo me quedaba esquinado en aquellos rumores soñados que nunca pasarían de la imaginación al tacto. Para siempre ocultos.
Oscuros como las percusiones frotadas que eran salpicadas por las notas agrias de un clarinete, mitad cuchillo, mitad humo, o mejor las dos cosas a la vez.
Una y otra cosa, cambiante, eso era aquella música mutante e híbrida que no paraba de mariposear con todo, como mucho tiempo haría el flamenco, locuaz o callada, tímida, sensual, profunda y trivial; un ramo de mil flores que, sin embargo, dejaban cantar a las puras espigas.
-Veo que elegí muy bien. Eres un alumno aventajado.
Un joven jedai, pensé sin atreverme a decir, pues sentí que
las palabras eran una traición al recuerdo de Sabrina.
Y ella era tan inteligente que sin necesidad de haberla conocido lo sabia. Nunca podría competir con ella, y
solo otra, años después, podría hacerlo aunque el destino lo tuviera en contra para conseguirlo.
Por eso cuando yo callaba ella también lo hacía y me dejaba a solas con la música, con una pequeña tristeza bailándole en sus inmensos ojos negros, pues ella siempre supo que lo nuestro algún día caducaría por muchos largos solos de saxo que interpretarán nuestros besos con las manos suavemente amarradas como nudos sin fuerza que no dañaran cuando se rompieran, envueltos en la voz susurrante de unos pétalos de boca, la luz sin esquinas de las melodías de caricia que...
Ella siempre con una tónica, siempre mesura da aún en el climax de la trompeta de Louis Armstrong
Acaso muy lejos, mucho antes de irse, bajo la mirada tierna de
Ciprian, embrujado como todos ante aquella imagen de la suave y elegante delicadeza.
Esa era Diana.