De la misma manera que critica los aspectos más sórdidos de la dominación de la iglesia, las devociones cuasi supersticiosas o el carnaval, Solana realiza una mirada nada complaciente sobre la prostitución.
Un oficio degradado, lejano de cualquier tipo de glamour, incluso de erotismo, en donde las mujeres se cosifican, como ya vimos aquí.
En todo ello colaboran sus tradicionales colores sucios (heredados directamente del Goya de las Pinturas negras) y su manera de realizar las figuras por medios de grandes planos geométricos que se ensamblan sin ningún tipo de ornato ni exquisitez, destacándose sobre un fondo neutro que las empuja hacia el espectador.
En realidad, como apunta Bozal, se trata de un anticuadro de costumbres.
El reverso de la pintura costumbrista y regionalista que dominó gran parte de la segunda mitad de siglo XIX, convirtiendo los símbolos diferenciadores (especialmente los trajes) en ropas de pura pobreza, mientras elimina los fondos de naturaleza convenientemente idealizada por lugares oscuros, oprimentes, en donde ya no es posible toda esa falsa alegría que dominaba lo decimonónico
Toda una fuerte limpieza sentimental del mundo que retorna a la visión más desgarrada de nuestro Siglo de Oro para intentar explicarnos, recogiendo tipologías tradicionales convenientemente actualizadas, como la Celestina que vigila toda la escena
Sus ropas de viuda o ese bolso que agarra con fuerza choca con intensidad con los muslos de la mujer de su derecha, matando todo erotismo para convertirlo en negocio
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