Muchos visitantes de museos contemporáneos se habrán encontrado con cuadros semejantes al que abre el artículo. Una especie de cuadrados flotantes en grandes lienzos, mudos en sus propios títulos, que simplemente numeran la obra.
Como ocurre con los ejemplos más insignes del arte contemporáneo (pienso, por ejemplo, en Duchamp o en Miró) el espectador no avisado queda ante ellos en un estado de estupefacción que, en la mayoría de las veces (y creo que por un puro instinto ante la perplejidad) terminan por menospreciarlos con dos o tres lugares comunes ("esto lo hace mi hijo", "pues vaya tontería", "¿y eso es arte?").
Evidentemente nadie les ha dado el manual de instrucciones para mirarlos y (antes de declararse ignorantes) prefieren atacar lo que no se entiende.
Esto ocurre (de una forma constante) con la abstracción, en donde no hay figuras en las que poder fijarse y el cuadro no funciona como ventana albertiana, un lugar en donde encontrar referencias (más o menos alteradas) en donde reconocer la realidad cotidiana.
El cuadro pierde así cualquier función (e interés), pues ningún mecanismo hace que espectador y obra se relacionen.
Ante esto me gustaría invitaros a un pequeño paseo por las obras y pensamiento de Rothko que tal vez os ayuden, cuando volváis a encontrároslos, a disfrutar de ellos.
En principio, y como ya hablamos respecto a Miró, dejemos la idea del cuadro como una ventana a través de la cual hay que mirar. Estas obras, como decía su propio autor, "no son cuadros, son objetos". Son lugares para la contemplación.
En ellos hay lo que hay (pura pintura, color y luz que la ilumina), y nos frustraremos buscando cualquier otra cosa, pues no hay metáforas, sólo lo visible: una especie de ventanas cerradas como (Amador Vega) las que llenan la sala de la Escalera Laurenciana de Miguel Ángel.
Normalmente son formas más o menos cuadradas que flotan en una nueva superficie coloreada. Algo que a primera vista parece pura geometría pero que si nos tomamos la molestia de acercarnos nuestra primera impresión cambiará. La geometría es un puro armazón conceptual de nuestra mirada, pues lo que realmente existe es color realizado a través de múltiples, diminutas pinceladas que, especialmente, en las zonas de unión, crean espacios ambiguos, llenos de energía.
Alejémosnos entonces y empezaremos a verlos realmente. Descubriremos que lo que apenas habíamos percibido, el fondo, ahora gana importancia, es otro plano sobre el que (ahora seguro que lo sentiremos así) flotan formas en equilibrio, inestable, casi milagroso. Como afirma Amador Vega "lo que interesa a Rothko es la profundidad, así como su percepción subjetiva, mediante la penetración del sujeto en los niveles de las cosas cada vez más distantes"
Y es que aquí entra la figura del espectador como una parte (esencial) de la obra.
El cuadro, además de cosa, ya no es autónomo y, como decía Duchamp, el espectador debería completarlo.
Pero, ¿cómo hacerlo?
Si tuviera que depositar mi confianza en algo, sería en la psique de los observadores sensibles, que están libres de convenciones sobre la comprensión. No tendría aprehensiones acerca del uso que pudiera hacer de estos cuadros para las necesidades del espíritu
Estas palabras del propio Rothko nos pueden poner en la pista. El cuadro es un lugar en donde operar, primero con la mirada, después con la sensibilidad.
Fijémosnos en lo sutil del color, en sus reverberaciones sutiles, en las formas geométricas sugeridas que flotan o amenazan con caerse. Puede ser esto un buen entrenamiento para irnos acercarnos al "ayuno visual" que parecen los cuadros de Rothko en una primera mirada.
Y todo esto, ¿para qué?
Para el culto. Uno sin religión.
Un escenario de purificación de las emociones
En las múltiples tensiones del cuadro (cuadrados que flotan, amenazados siempre por la ley de la gravedad, formas geométricas que realmente no lo son, siempre en un sutil equilibrio entre la línea y el trazo, el fondo que reverbera y hace flotar sobre sí las manchas más cercanas...), el espectador puede intuir, participar en sus tragedias y contradicciones propias (que no habrán de ser necesariamente negativas sino, entendidas como lo hace el mundo oriental del que es tan deudor el autor, una forma de movimiento continuo que es la vida) y verse integrado en ellas.
Se produce así el conocimiento (de nuevo, intuitivo, en donde la razón, las palabras y los conceptos quedan relegados en favor de una forma de entender el movimiento y la transformación más como proceso que como caos). Se sabe sin necesidad de reducir esta sabiduría a categorías
Un conocimiento oriental pero también místico, en donde la noche oscura del alma de San Juan de la Cruz se nos ofrece para su meditación (especialmente en sus últimos cuadros, en donde la muerte siempre se encuentra tan presente y acabará en el suicidio) en donde las formas aparentes de realidad desaparecen para internarse en lugares desconocidos pero a la vez cercanos que nuestra mirada ve con el corazón.
Pura desnudez para entender lo auténtico. Antirreproducciones sino dedos orientados a la luna por los que navegar sin brújula, por puro instinto, hasta encontrarse a uno mismo o lo absoluto.
Esa es la nueva religión que se pretende, una que ha eliminado los dioses (que sólo son palabras) para quedarse con la pura espiritualidad
Bolsas de silencio en donde arraigar y crecer (Rothko)
Un buen libro para profundizar en el autor