Frente a la exquisitez y elegancia de Duccio, Cimabue apostará por un realismo y humanidad que romperá las reglas de la pintura y la permitirá avanzar hacia el futuro renacimiento, tal y como planteaba Vasari en sus Vite.
Esto es ya visible en el grupo de ángeles que acompañan a María, mucho más terrenales que los de Duccio, y con una mayor preocupación por el volumen (a través del claroscuro) y el espacio (como se observa en su trono)
Pero la gran revolución se produce en la figura de San Francisco que ya no aparece como el tradicional donante, sino en pie, casi en igualdad con la divinidad.
Cimabue construye en esta figura un verdadero retrato que se aleja de las fórmulas tradicionales. No pinta la idea de un santo sino a la propia persona. A una persona corporal y humana que apoya los pies en el suelo y nos mira suavemente, como si se encontrará entre nosotros.
Pues esa es la gran revolución. Las imágenes comienzan a salir del espacio (visual pero también mental) del cuadro para interactuar con el espectador tanto por su nuevo realismo como por toda la nueva carga sentimental que arrastran detrás suyo como seguirá haciendo su discípulo Giotto.