Había
llegado a las nueve, como todos los días, y tras un breve desayuno, de pie, en
la cocina, había empezado las tareas diarias.
Tenía el bebé a su lado,
mientras comenzaba a cocinar. Los dos mayores corrían de aquí para allá, y a veces
venían con llantos de pequeñas querellas sobre tal o cual cosa. Ella les
atendía entre cebollas a medio cortar, repartiendo una justicia doméstica que,
tras algunas protestas, volvía a restaurar la paz. Luego, regresaba a los
pucheros.
Aquel día haría cocido. Mientras
rebuscaba en la nevera, el bebé se había vuelto a poner a llorar.
- Tiene otra vez fiebre – se
dijo tocándole la frente.
Dejó la cocina y llamó al
médico.
- Vuelva a darle la
medicación y, si puede, mañana mismo lo vuelve a traer – le dijo el doctor.
Colgó y llamó a los chicos.
Les encargó que fueran a la farmacia y, entretanto volvían, estuvo meciendo al
niño sobre el pecho. Estaba ardiendo.
Tras la pastilla, diluida en
leche, el bebé se fue quedando poco a poco dormido. Le dejó en su cuna y miró
el reloj. Eran ya los doce, y siguió a toda prisa con el cocido intentando no
hacer demasiado ruido para no despertarle.
Sacó la carne en el
congelador, le añadió las verduras y los garbanzos. Metió todo en la olla y fue
arreglando la mesa, sorteando a sus hijos que jugaban a indios y vaqueros por
medio del pasillo.
A la una y media ya tenía
todo preparado; en el caldo comenzaban a hervir los fideos como señales de humo
en el lejano horizonte. Fue entonces cuando llamaron a la puerta.
- Hola, cariño – le dijo el hombre al entrar.
Hubo un beso de
circunstancias y el hombre se fue a la habitación para cambiarse.
- La comida ya está – dijo
ella tras la puerta, y esquivando los tiros y las flechas del pasillo, llevó la
sopa al salón -. ¡A comer todos! – gritó suavemente.
Los niños llegaron corriendo
y vestidos de pieles pálidas se sentaron. El mayor llevaba unas plumas en la
cabeza que se quitó rápidamente al ver entrar en la habitación a su padre.
- Buenos días, papá –
dijeron los dos al unísono, y empezaron a comer todos.
Ya con los garbanzos en los
platos, ella le contó lo del bebé.
- Mañana le volveré a llevar
– le dijo, y él asintió sin palabras mientras en la televisión comenzaba el
telediario.
- Me voy a echar un rato –
dijo él tras el café.
- ¿Te despierto a alguna
hora?
- Ya me pongo yo el
despertador.
Y con él en la habitación y
los niños entretenidos sobre la alfombra con un juego de construcción, la casa
volvió a quedar en silencio. Ella cogió la labor y, mirando la telenovela, fue
dejando pasar el tiempo con tristeza. De vez en cuando el bebé se movía en la
cuna y tosía.
A las tres sonó el
despertador en el dormitorio. Se oyeron toses cansadas, el lavabo y
- Luego te veo – le dijo el
marido desde la puerta.
Ella guardó entonces la
labor y recogió la mesa. Los ruidos de los platos despertaron al bebé que
empezó a llorar débilmente.
Con él en brazos fue
llevando las cosas a la cocina, lavó los platos y los devolvió a sus sitios.
Luego fue a la habitación e hizo la cama revuelta por la siesta de su marido.
Los niños, cansados de todo,
comenzaban a deambular por la casa sin rumbo, incordiándole mientras recogía
las flechas perdidas y una pistola de plástico plateada. Metió también en su
caja el juego de construcciones, hizo un hatillo con las ropas del bebé y secó
y guardó los platos y la olla.
Luego volvió a diluir una
pastilla en la leche y se la dio al bebé que volvía a congestionarse y no
quería tomar el biberón. Tuvo que arrullarle para conseguirlo y aún así no
consiguió que se tomara todo.
Sin embargo no había más
tiempo. Dio una vuelta rápida por la casa comprobando que estaba todo en orden,
cogió a los chicos y miró por última vez el reloj.
Ya eran las seis y, cargada
de niños y tristeza, salió por la puerta. Bajó la escalera y en el portal se la encontró.
- Buenas tardes – le dijo.
- Buenas – le contestó la mujer que ni siquiera la dedicó ni una mirada, entretenido en el contenido del
buzón. Luego subió la escalera y ella se le quedó mirando.
Cuando le perdió de vista,
contó sus pasos sobre los peldaños e imaginó el momento en el que llegaba a la
misma puerta que ella acaba de cerrar. Escuchó entonces la llave, cuatro
vueltas, el suave crujir de los goznes y volverse a cerrar con un ruido de
melancolñia.
Cuando todo quedó en
silencio volvió a coger a los niños y salió del portal que no volvería a abrir
hasta la mañana siguiente, cuando fueran las nueve de la mañana y su vida
prestada comenzara de nuevo.