La primera década del siglo XVII es el momento de mayor tensión creativa del pintor que desarrolla múltiples encargos, tanto para ámbitos privados (Amor Victorioso) como públicos (capilla Contarelli de San Luis, capilla Cerasi de Santa María del Popolo).
Entre todos ellos tengo una especial predilección por tres escenas de la Virgen: la de Loreto (en San Agustín), de los palafreneros (en un primer momento en el Vaticano y ahora en el Borguese) y su muerte (en principio en Santa María de la Scala y ahora en el Louvre)
Todas representan perfectamente el nuevo enfoque de la religión que realiza Caravaggio. El mismo que se inicia en el espíritu contrarreformista nacido de Trento, y que el pintor termina por superar y contradecir, cayendo en lo que antes se llamaba falta de decoro.
Y es que Trento quería una imagen religiosa tan potente en emociones como cercana al espectador, que se ve perfectamente reflejado en ellos, pues se trata de modelos de los bajos fondos romanos (la Virgen en todos ellos fue, de nuevo, una prostituta del círculo de Caravaggio, Lena).
Se produce así la ruptura con la idealización renacentista-manierista, y de las madonas rafaelescas que viven en un ámbito sagrado y exclusivo, pasamos a la pura realidad, una verdadera bomba explosiva que crece (venenosamente para algunos) en los ámbitos en penumbras de la iglesia (Carmona habla que esta actitud podría estar relacionada con las ideas de las congregaciones más avanzadas, como agustinos o filipenses, y su convencimiento de que el hecho religioso se produce en cada instante y es, más que una historia pasada, una actitud cotidiana).
Se produce así la ruptura con la idealización renacentista-manierista, y de las madonas rafaelescas que viven en un ámbito sagrado y exclusivo, pasamos a la pura realidad, una verdadera bomba explosiva que crece (venenosamente para algunos) en los ámbitos en penumbras de la iglesia (Carmona habla que esta actitud podría estar relacionada con las ideas de las congregaciones más avanzadas, como agustinos o filipenses, y su convencimiento de que el hecho religioso se produce en cada instante y es, más que una historia pasada, una actitud cotidiana).
Por ello en la Virgen de Loreto cambia su tradicional iconografía (unos ángeles portan su casa desde Galilea hasta Italia) para fijarnos la idea de aparición milagrosa pero cotidiana, la de una matrona romana con su hijo en el dintel del portal que sólo se convierte en la Virgen ante la adoración de los dos peregrinos.
En la de los Palafreneros, el cambio iconográfico es total, y de la pirámide compacta de Leonardo que hablaba de un árbol genealógico y un momento de extrema (casi infinita) dulzura, pasaremos a otro odelo bien distinto
Santa Ana es desplazada del centro de a escena, simple espectadora ante el verdadero misterio católico: el poder de Cristo (ayudado por la Virgen) para vencer al pecado (esa sierpe que se arrastra bajo ellos)
En la muerte de la Virgen, por el contrario, más que lo teológico, nos habla del drama humano de la muerte, el vacío que deja en el entorno, representando (como si fuera un nuevo Leonardo) las distintas actitudes ante ella.
Todas estas innovaciones iconográficas, su potente realismo y, por qué no, la fuerte carnalidad de sus mujeres que están en las antípodas de esa Virgen asexuada tradicional, provocaron las más acerbas críticas, y en dos casos, hicieron que estas palas de altar no fueran colocadas en sus lugares originales, siendo compradas por conocedores de arte (Borguese o, en calidad de mediador, el propio Rubens).
No le perdonaron su falta de decoro (adecuación de los cuadros religiosos que impidan cualquier tipo de desviación en su interpretación) de los escotes generosos, de los pies sucios de los peregrinos, del vientre hinchado y el cuerpo azulado de la Virgen muerta, su modelo..., negándose a aceptarlas.