viernes, 30 de agosto de 2024

Aquellas praderas azules. Una gota de sudor se desliza por tu vientre desnudo. Bangles en un cuarto

Una gota de sudor se desliza por tu vientre desnudo, muy despacio, al ritmo de tu respiración que, tras el terremoto, se ha ido acompasando.

Sonríes. Sonríes suave y despacio. Una sonrisa leve y duradera, la que sucede cuando has subido a las cumbres para arrojarte en el vacío y perderte en el vértigo de las aguas más profundas de tu cuerpo, las que viven con suave oscuridad hasta que yo vengo con huracanes y tormentas.

En la habitación solo hay una gran vela encendida que ilumina tu sudor, una lágrima esquiva que baja por la piel de tu vientre y moja el vello casi invisible de tu piel.
Hay una geografía ondulada de colinas que se te suceden allí tumbada, en el resplandor azulado de esa gran vela y la música de de las Bangles como una cortina que nos separa del mundo.
Yo te observo apoyando mi cabeza en el brazo doblado, te aprendo como el alumno más aplicado.

Has cerrado los ojos y solo tú sonrisa de paz te ilumina la cara, muy levemente.
Piensas en algo, ¿cuáles son las imágenes que pasan como nubes blancas por el cielo de tu frente?
Yo no quiero preguntar, romper el hechizo, y solo te toco con mi mirada, sin hacer fuerza alguna que alborote el aire que respiras,
lo haces muy despacio, casi como si estuvieras dormida pero sin estarlo.
Es un lugar intermedio, pálido. Tus manos reposan, una casi sin tocar tu sexo, la otra sobre mi pierna, y solo un dedo se mueve lentamente, escribiéndome en alfabetos perdidos la poesía de tus rincones.
Escribes muy despacio, igual que se resbala la gota de sudor de tu vientre, temblorosa, un instante traslucida hasta que resbala por la pendiente, pasa bajo tu mano y se cuela en el musgo dorado de tu sexo.

Cómo podría adorarte más que ahora que todo esto sucede en la habitación diminuta en la que buscamos hoteles en California, vimos estrellas reventadas en nuestro jardín e, incluso, conocí tus hielos.
Es la felicidad, una sensación que cortinas movidas por el viento cuando la tarde cae y el calor pierde su dolorosa presencia.
Un sonido de mar, como las caracolas de tu cuerpo.
De húmeda paz, de lento prodigio que hace semanas que se produce.
¿Me regalas un milagro? Uno más
Y entonces abres los ojos y el faro verde de tu mirada me ilumina por dentro y me da miedo.

Porque cada vez pienso en ti en adjetivos, y no sé si eso es bueno pero es cierto.
No sé si es que te estoy convirtiendo en lienzo que yo pinto con palabras que no son realmente tú sino mis propios sentimientos.
No sé si ya eres tú o simplemente mi sueño reflejado en tu cuerpo.
Si te has convertido en cosa o pensamiento que yo recreo.

Me duele este miedo de quererte hasta hacerte desaparecer.
De amarte como un objeto tan bello como delicado que puede romperse y en torno suyo tienen un halo de prodigio que casi no es humano.
¿Me comprendes?

Creo que no, pues nunca me atreveré a decirte todo esto; tengo un pavor ciego a conocerte. Acaso porque realmente no seas mi princesa de cuento, por no estar a la altura. No quiero saber que no te amo como deseas, como mereces; comprender que yo nunca seré el campeón único de tus sueños y deseos, y por eso sólo te observo, te aprendo para cuando no estés.
No es posible que realmente me puedas querer siendo yo algo tan pequeño.
Las probabilidad está por completo equivocada, pues me hizo ganar el primer premio varias veces consecutivas.
Y acaso no lo merezco.
No mereces que te convierta en una pura imaginaria


sábado, 24 de agosto de 2024

AQUELLAS PRADERA AZULES. IRINA, BEETHOVEN Y UNA PRESENCIA MÁS

La conocí tocando a Bach en un simple clavicénvalo, en una pequeña iglesia, acaso de Ámsterdam, o tal vez fuera Viena.

Irina, su largo pelo rubio, ojos como lagos helados y unos pechos blancos, grandes y pesados.

La conocí tocando la música de Mozart en Colonia y allí un conocido común nos presentó. Casi ni necesitamos inglés, pues hablaba perfectamente el italiano y un poco poquito el español.

Irina, el fuego de sus ojos entrecerrados cuando interpretaba, llena de luz y fuego, a Beethoven.

Fue un flechazo. Su música, su voz breve y cantarina me dejaron clavado a su merced en medio de la nada, y cenamos juntos para luego jugarnos a cual de los dos hoteles iríamos.

Gané yo, y cuando quise buscar en mi Instagram una lista suya, ella me dijo que nunca se llevaba el trabajo a la cama, con aquellos pantalones ajustados de cuero y sus tacones vertiginosos que andaban marcando el compás sobre los puentes de Ámsterdam.

Pues ganó ella y era Viena. La iglesia de San Pedro y un verano tórrido que estaba a puntos de convertirla en agua bajo el piano de cola en donde sonaba Ravel.

Irina. Ganó ella y me llevó a un hotel escondido entre palacios barrocos que tenían habitación de cortinajes tan azules como la luz de sus ojos.

Desde entonces escuché todo su repertorio en las capitales de media Europa: Bach, Mozart, Beethoven, Ravel, Debussy y Rajmáninov. La contemplé y vi su fuego incendiar salas en Milán, Turín y Roma.

Poderosas deflagraciones que resurgían por las noches, pues toda su timidez, calma e hielo sólo desaparecían delante de un piano o desnuda y encamada.

En aquellos momento, Irina, yo siempre me sentí un piano poderosamente tocado, de lo dulce a lo explosivo, y fue el momento más cercano a mi sueño de convertirme en una canción: la música que me hacían florecer tus pechos inhiestos, tus voluptuosas caderas que se convertían en el último lugar al que agarrarse mientras se cae al vacío.

En un tiempo en el que Putin aún era el amigo de Occidente conocí Moscú y San Petesburgo tras el reguero de fuego de sus interpretaciones, unas diurnas, otras nocturnas, todas ellas marcadas por una pasión que me encadenaba y cada vez me daba más miedo.

Pues yo era su prisionero tanto como ella de la música y nuestro sexo. Carcelario de su trabajo desmesurado, de su desmesurado sexo. Atropellado por sus excelencias, por una pulcritud rayana en el delirio que me iba destrozando entre gemidos y escalofríos, unos en la cama, otros en los conciertos, y entre ambas cosas, una mirada de hielo, inescrutable, como la de un primer ministro ruso, casi más de robot o persona, mientras en su repertorio iba despareciendo los compositores alemanes y austriacos e iba llegando toda una pléyade de músicos de la gran Madre Rusia.

Irina. Tus pechos insomnes, graves y elásticos. Tus largos dedos. Los músculos escondidos de tus brazos tan delgados y poderosos.

Sólo podía amarte en la música y el sexo, pues en lo demás eras una muralla cerrada, fría, sin tacto apenas. No bebías nunca, pues ya te emborrachaban la música y los orgasmos que nunca quisiste mezclar, pues tú eras (ahora lo comprendo en otras personas interpuestas) un puzle de piezas autónomas que no encajaban unas con otras, en silencio. Espacios autónomos dirigidos por un cerebro y una voluntad indestructibles que sólo tenían corazón para las notas y las caricias.

Fue por eso que tuve que hacerlo. Por eso te escribo esta carta al viento.

Tuve que abandonarte antes que me invadieras por mi propio bien, Irina, pues seguro que en tu repertorio ya no cabe Mozart y ha sido sustituido por Wagner.




jueves, 22 de agosto de 2024

El invierno que hizo tanto calor en nuestros cuerpos. Dulces sueños (mientras duraron). Eurythmis


Como pudo hacer tanto calor aquel invierno. Debió de ser un milagro... Uno hecho solo para nosotros dos.

Las noches eran heladoras y los charcos se congelaban a la vista mientras nos refugiábamos en el Penta a besarnos, bailar y hablar sin fin, y solo sentíamos el frío camino a tu casa, hasta aquel árbol sin hojas bajo el que nos despedíamos, dejando a la noche sola como un temprano de hielo que sólo se fundía cuando

Volvía a amanecer y, mucho antes del mediodía, ya hacía el suficiente calor para estar en nuestra pradera en camiseta, antes de que tu llegarás con el jersey atado a la cintura, casi como si fuera verano.
Yo me llevaba los apuntes y el libro de historia para estudiar mientras te esperaba, con aquel gran plástico extendido sobre la hierba llena de rocío que luego, al marcharnos, doblábamos con cuidado y guardábamos entre las piedras que una zarza protegía, junto al paquete de fortuna encerrado en su lata.
Cuando llegaba, antes incluso de extender el plástico, cogía un cigarro de él y me iba a unas piedras sobre el regato que cruzaba toda la pradera que nos acogió aquel invierno en el que me abrasé en todos tus hielos ocultos.
Me sentaba en ellas, miraba el agua deslizarse en el cauce lleno de ramajes, entre sus diminutas hojas que rozaba el agua helada, y lo encendía y, en la primera calada, sentía los pulmones ardiendo y un tos que se agarraba a la garganta como una tenaza.
¿Qué estupidez, verdad?
Así es la adolescencia, los 16 años en donde te sientes inmune a todo cuando en realidad eres más vulnerable de lo que jamás serás.
Una edad torpe y prohibida, como decía Luca de Tena, que se mueve entre los absolutos más etéreos y los minutos más intensos o aburridos, entre el cielo y el suelo, nos diría Mecano que tantas veces (una, dos, tres) fue la base de la banda sonora de nuestra vida, una película atroz, maravillosa o ridícula que aquel invierno se lleno de un extraño calor sobre la verdísima pradera en la que yo estaba estudiando hasta que, a las doce tú llegabas, milimétrica, con un simple jersey atado a la cintura, una camiseta holgada, unos pantalones de tela amarillos o rojos, y la sonrisa más radiante del universo

Cómo te besaba entonces, como si hiciera un siglo del beso anterior, pues había pasado toda una noche sin sentir tu cintura de agua, el torrente de la respiración de tus besos cada vez más turbados mientras nuestras manos tenían juegos privados en los que nosotros éramos simples actores mudos ante los escalofríos de los deseos que nos recorrían como corrientes de agua hirviendo e hielo.

Aquellas mañanas en pleno mes de diciembre, de enero, de febrero hasta que...
Maldita sea.
Para abandonarme elegiste la madrugada más fría que encontraste, cuando el gran charco que había en las obras de la plaza se helaba ante nuestros ojos mientras tú...
Maldita sea.

Ahora se lo que, ya entonces, sabia perfectamente pero no quería decírmelo, pues tú cada vez estabas más lejana en aquella pradera, gimiendo pero con un rastro de pena detrás de tus jadeos de plata, y tus manos se iban volviendo más tristes en sus largos dedos de uñas mordidas.
- ¿No decías que ya lo habías dejado, Sabrina?
- Exactamente igual que tú con el tabaco.
Touche.
Tocado y hundido.
Igual que un barquito que muy pronto iba a naufragar, pues tú me lo decías a gritos y yo era sordo y ciego a las advertencias, a esa sonrisa de papel y los ojos llorosos en el fondo de su lago que yo no quería ver, pues te amaba como jamás se había inventado, y te quería todos tus gestos, y en especial ese dulce abandono que sucedía tras las llamas del infierno que tantas veces
se confundía con aquella canción de Relax,

¿La recuerdas? Especialmente el momento mágico de una cascada de agua cayendo sobre nuestros cuerpos, como si todos los dulces sueños anteriores reventaran igual que amapolas sobre la hierba,
y aquel arroyo que venía más allá de los muros de piedra seca para crear una curva en donde crecían zarzas y un avellano entonces sin hojas, tan desnudo como estabas tú debajo de tu ropa, conociéndote como un ciego aquí y en Penta´s, incluso en la urbanización vieja que algunas noches recorríamos ateridos de frío y yo cantaba frases al oído y tu enrojecías, pues aquella canción era, igual que Barry white, el santo y seña de nuestras excursiones a los infiernos que tanto ansiábamos a la vez que nos producían tanto ¿miedo?
No, tal vez no era esa la palabra, pues tenía que ver con el respeto pero también con lo prohibido, con las ansias por descubrir el origen de tus hielos que se guardaban en un arcón que sólo se abría con algunos besos precisos que arrancaban muy cerca del lóbulo de tu oreja, mientras mis manos se llenaban de grandes melocotones maduros y
Más allá de todo se encontraba aquello, tan suave y misterioso, algo con la densidad pastosa de los sueños que mandaba señales de socorro mientras el rocío caía a la hierba como un atardecer adelantado en el que nosotros respirábamos fuego
los cristales ardientes de tu aliento que se me clavaba como miles de pequeñas muertes y un escozor a gloria en las entrañas más escondidas que ahora florecían sin cesar, igual que tus pechos o el vientre: fuegos de artificio entre el infierno y los sueños, tan dulces hasta que reventaron en mil pedazos bajo la voz de Barbara Streisand, y se cerraron los cofres de hielo y se marcho la carpa de los gitanos dejando esta pradera sola y silenciosa a la que sólo volvía para fumar un nuevo cigarro mientras me dejaba llorar sin tiempo ni testigos.





domingo, 18 de agosto de 2024

DE OTROS LADOS Aquellas praderas azules. ¿Qué es ser un hombre? Hércules and love affaire

Él lo debió descubrir estando en Italia, muchos años antes que todo aquello de cómo ser un hombre, de vuestras estúpides pero obligatories y aliades deconstrucciones de boquilla y tardoposmodernidad instagrameable que convirtieron el panorama de las relaciones en un tetris en el que era imposible ganar, pues todas las piezas no podían encajar con pura sinceridad.

Me lo contó aún por carta, y me dijo tan sólo; qué lástima no seguir teniendo el programa de radio simplemente para poner una y otra vez esta canción, como aparecía grabada sin parar en el disco que la acompañaba.

Como una gran fiesta ibizenca, decía.

Después de lo que pasó con Pablo, mucha después de la decisión más tardía de Ciprián, Luis me contaba que está canción era perfecta para volverse gay.
Y lo decía sin ningún tipo de menosprecio, todo lo contrario, y recordaba cuando Mónica le maquilló siendo un adolescente en la fiesta de la Urbanización; el ojo pintado con Sara y luego Malasaña y luego con la propia Sabrina.
Pues era algo que excedía lo puramente sexual y tenía algo de vulnerabilidad bellísima.
Y es que Luis (patriarcado mediante) nunca fue un heterosexual normativo, no era un macho alfa ni un líder de testosterona, pues era demasiado sensible, tenía demasiado miedo a ser vulnerable y le habían prohibido demasiadas cosas que no había de hacer un hombre, desde que le gustaban las camisetas rosas, llevar un pendiente en la oreja.

Gracias a ese toque de sintetizadores setenteros, los pequeños metales en las percusiones, las maravillosas trompetas disco, todo era un maravillosos jolgorio en medio del cual cantaba un hombre que quiere aparentar fuerza y poder y sólo nos deja ver todos sus miedos que trata de ocultar en su voz engolada que se quiebra sin poder soportar las apariencias. Como Culture Club pasado por la Gaynor.
Alguien que llevaba la tristeza por dentro como el compañero de viaje con una sombra a veces querida a veces incómoda, como el propio Boy George de mis amores
Cada vez menos Nietzsche y más Foucault, algo indeciso, como si buscara un camino; nunca contento con nada y siempre temeroso de todo.

Muchas veces me he sentido como esta canción, porque en el fondo yo no he terminado nunca de encajar en el molde masculino que me daban ni (ya por educación; ya por deseos) me gustaron los hombres. Era una vía intermedia, impura. Un querer ser una frase en paréntesis que acota lo dicho antes tan seriamente, advirtiendo que también es de hombres (de mi visión de hombres) la bofetada de mariposas y el querer más a los demás que a uno mismo.
Yo nunca he querido cambiar de sexo pero tampoco estuve cómodo en los géneros previstos, y no quise tener vulva pero sí sentir el orgasmo que tenían ellas, vivir en sus mareas más secretas, aquellas que les hacían sufrir unos segundos para luego volverse líquidas y terminar en la sonrisa más bella que puede tener una mujer..
Un ejercicio de empatía trasgénero si eso es posible o deseable
(Yo creo que no, Luis; afortunadamente nunca lo llegarás a ver: un odio por ser hombre o feminista de una ola anterior a la suya, con insultos por abrirnos las puertas y toda retórica enojada,  a veces violenta y abusiva que ha sembrado las palabras de minas, creando nuevos catecismo de cómo ser..., la lista se está volviendo infinita, pues tales son las personas y sus emociones y deseos)

Todo esto lo he recordado ahora con la escucha de unos podcast que hablaban de todo eso que tú me quisiste contar. Se llamaban los hombres de verdad tienen curvas y los dirigía la filósofa Clara Serra.
Como el destino realmente existe la canción de sintonía era precisamente esa que tú me mandaste para preguntarte ¿qué es ser un hombre?
Lo único terrible es que yo ya no podré mandártelos, pues tus cuentas de correo y tus redes sociales murieron contigo


Ciprián o Laura, quien sabe, tal vez María

lunes, 12 de agosto de 2024

EN DIRECTO. De las estrellas que caen en los jardines


 Qué más se puede decir que lo que dice la música, ¿no os parece?

Seguro  que también muchos de vosotros, en especial , ¿lo habéis sentido, verdad?

Hay un momento en la vida, tan sublime como trágico, en el que nos visita una estrella, cayendo en el jardín con un estruendo de mundos estallando.

No se puede hacer nada ante eso. Nunca puedes evitarlo. Unos ojos verdes te persiguen como lagos de cuento de hadas o el pelo dorado se incendia ante la deflagración de esta estrella que te cae en el centro mismo de tu propio corazón haciéndolo astillas, y en medio del dolor más profundo al fin descubres que lo que habías creído que era la felicidad hasta entonces era una pálida sombra de que ahora sientes con el pecho reventado y huracanes en las manos.

Por primera vez en dieciséis años viviendo estás vivo realmente ahora que tus manos sienten otro cuerpo como si fuera el tuyo y su aliento se enlaza a tu propio aire de respirar en el primer beso.

Descubres que las estrellas fugaces son algo más que puros meteoritos cruzando la atmósfera, pues son las letras con las que los dioses hablan con los elegidos (y aterrorizados) por la Gloria infinita de un Nosotros.

Ese es el milagro y la condena, pues quien una vez conoció la LUZ ya no puede conformarse con otras pequeñas luces, y volverá a su jardín una y otra vez esperándote, encarcelado en ti para siempre.

Tus recuerdos se convertirán en eslabones de una larga cadena que ya nunca te abandonará, prisionero de tu estrella que, acaso, una y otra vez volverá, aunque nunca el primer brillo y terremoto personal.

(Es la memoria, poco a poco desteñida, de la maravilla sin cuento de las primeras veces)

Porque las estrellas son milagrosos desastres que destrozan todas nuestras previsiones para convertirnos en una ola en el mar, sin otros rumbos que los vientos variables de tus miradas.

Precisamente hoy, precisamente en un 12 de agosto, es importante saber todo esto y, pese a todo, nunca arrepentirse

Llegó sin permiso
La estrella de antaño
La que antes era solo luz
Cayó de repente
Desde el azul del mundo
Y el corazón se me encogió
Ahora ya sé dónde te escondes tú
Ahora ya sé en dónde habitas tú
Pero no sé el porqué has venido de nuevo
Aquí, a mi jardín
Porque a mí
Se me ha caído una estrella en el jardín
Porque a mí
Se me ha caído una estrella en el jardín
Ahora no sé qué hacer contigo
Voy a agarrarte
Voy a adorarte y lanzarte a tu cielo
Porque a mí
Se me ha caído una estrella en el jardín
Porque así te has descolgado de tu otro mundo
Aquí, en mi jardín
Ahora ya sé dónde te escondes tú
Ahora ya sé en dónde habitas tú
Pero no sé el porqué has venido de nuevo
Aquí, a mi jardín
Porque a mí
Se me ha caído una estrella en el jardín
Porque a mí
Se me ha caído una estrella en el jardín
Ahora no sé qué hacer contigo
Voy a agarrarte
Voy a adorarte y lanzarte a tu cielo
Porque a mí
Se me ha caído una estrella en el jardín
Porque así te has descolgado de tu otro tiempo
Aquí, en mi jardín

Programa emitido el viernes 12 de agosto de 1994.




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viernes, 9 de agosto de 2024

En Directo. Vicky Larraz de un tórrido agosto

Buenas noches.

De nuevo nos encontramos aquí en la madrugada y hoy que quiero contarte una historia.

Otra historia en estas horas de infierno en el julio de Madrid.

Es una historia que me contó una bellísima mujer francesa que conocí hace mucho tiempo.

La historia de un amor de verano en tres canciones de Olé Olé (por supuesto con Vicky Larraz) en un Madrid tórrido de agosto.

La primera ya la estás oyendo. La Conspiración que tomaba la habanera de Bizet en Carmen.

Era precisamente esa canción la que sonaba cuando entraba en un pub de Alonso Martínez con unas amigas y, en la misma puerta, se encontró con él y surgió el fogonazo.

No pudieron ninguno de los dos evitarlo y se miraron y se tuvieron que acercar como una conspiración, y hablarse durante horas en un rincón del local para terminar besándose en la calle de atrás, parapetados por dos coches y una madrugada ardiente.

La historia continuó unas cuantas paradas de metro hacia el sur, en el piso de estudiantes que tenía esta francesa con otras compañeras de unos cursos de doctorado.


Lo hizo sin pensar y cuando él ya casi estaba desnudo sobre la cama, algo se interpuso entre los dos. Era un recuerdo terrible de ella que la dejó paralizada con el propio vestido ya en la mano.

Pero él supo, y no nada dijo, y esperó y dejó mucho tiempo hasta que ella se atreviera a llorarlo todo y contarle una terrible historia de un novio tan celoso y posesivo que terminó abusando de ella.

Él le cantó al oído la canción que tú escuchas. No controles; nunca quiso hacerlo en el mes que estuvimos juntos tras el fracaso nocturnos y los fuegos artificiales que se sucedieron unos minutos antes del amanecer, cuando comentó a Ir a Mil.

Fue apenas un mes que a ella le dejó el recuerdo imborrable de cómo podría ser el amor y la pareja en el futuro, la perfección absoluta con Olé Olé y, también, Roxette



Programa emitido el viernes 7 de julio de 1994

...



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viernes, 2 de agosto de 2024

EN DIRECTO. Aquellas Praderas azules. No sólo Neruda. Sólo ellas



Hace mucho tiempo que le debía a alguien este programa y hoy quiero empezar a pagar.

Pagar sin Neruda y sus artefactos que algunos han considerado machistas

(aunque yo no lo creo).

Por eso este programa sólo hablará de mujeres. Mujeres que hablan de ellas  y no se necesitan más que a sí mismas, como la canción que estás oyendo de fondo a mis palabras, la maravillosa Deborah Harry de Blondie.

Cómo poder olvidar esa mirada glaciar y su poderío (en apariencia tan frágil sobre el escenario), ¿lo recuerdas?

Seguro que sí pues fue la musa de muchas mujeres que parecían frágiles pero en su interior inteligentes y resueltas, El sueño de ojos claros de adolescentes con la brújula extraviada por los designios del desamor

Igual que Bonnie Tyler y su voz rota, llena de astillas y otros dolores, con un corazón envuelto en eclipse y poderío, llorando rabia y sin soltar una sólo lágrima, pues no es necesario.

Frente a ellas el sexo desbocado y sin ataduras ni complejos de Donna Summer, la suavidad bailable de Diana Ross o el grito de rebeldía y supervivencia de Gloria Gaynor.
Pero si me tuviera que quedar con una sola persona los haría Vicky Larraz, y si me dejaran una carta más elegiría a Shania Twain


No necesitamos romance
Solo queremos bailar
Vamos a soltarnos el pelo
Lo mejor de ser mujer
Es la prerrogativa de divertirse un poco 
(...)
No necesitamos romance
Solo queremos bailar
Vamos a soltarnos el pelo
(...)
Oh, oh, oh, volverse totalmente loca, olvida que soy una dama
Voy a usar camisa de hombre y mini falda
Oh, oh, oh, realmente loquear, sí, haciéndolo con estilo
Oh, oh, oh, entrar en acción, sentir la atracción
Colorear mi cabello, hacer lo que me dé la gana
Oh, oh, oh, quiero ser libre, sí, para sentir como me siento

¡Hombre!, me siento como una mujer
Man! I feel like a woman

No se puede contar las cosas más claras ni hacer con más estilo y ritmo, sugerente y atractiva, rodeada de hombres musculosos y nadadores, como un juego de espejos con Robert Palmer.
Verdaderamente atracativa, como decían Martes y Trece, con la redecilla sobre el ojos largamente pintados y aquella mirada que cada vez fue descubriendo más en ti, hasta que al final, lógicamente, te perdí.