Una composición que te conduce por medio del cuadro desde los objetos de primer plano (aplanados por el abandono de la perspectiva), nos lleva al plano medio (la conexión entre ambos mundos, marcado por toques cálidos de color naranja y los maravillosos peces) y de allí al exterior, que rápidamente nos bloquea con el gran edificio y anima una luz más clara frente a la penumbra interior.
Una paleta de fríos que van haciendo ecos, del verde al verde exterior, del azul de la pecera al de el estanque o el jardín, con el naranja dividiendo y enlazándolo todo.
Y todo en torno a aquellos peces rojos que aparecerán en varios cuadros del momento tras su vuelta de África. La única vida de un espacio lleno de una lenta maravilla, de suave placer con el tiempo es abolido.
Un cuadro perfecto en su entramado geométrico (con el rectángulo de proporción aurea como base de todo) que consigue (en la unión con el cromatismo) un lugar de armonía casi griego.
Matisse ha conseguido congelar la vida en un instante perfecto en su cotidianeidad; y eso sólo lo consiguen los genios.









































