Picabia siempre fue iconoclasta, incluso contra sí mismo, el perfecto ejemplo de la mentalidad Dada que escarba en la realidad y nunca coincide con sus propios contemporáneos.
Por eso no le importó manolas en plena efervescencia del cubismo, pero también hizo máquinas inútiles, hizo dibujos automáticos o puramente abstractos, o experimentó con la fotografía mientras conducía sus flamantes coches como si fuera una de obra de arte más.
En concreto este cuadro (1942) la realizó en pleno nacimiento del movimiento abstracto que nos conducirá a la escuela de Nueva York. Y justo en este momento se acastilla en el realismo casi de puro cómic, plagiando una fotografía de Erwin Blumenfeld y reconvirtiendo su complacencia con lo morboso y monstruoso para convertirla en una imagen que nos lanza a la elegante modernidad, recordándonos nuestro carácter gregario, puramente irracional que tanto vale para los totalitarismos como al comportamiento en un estadio de fútbol, en un concierto o en miles de situaciones de la vida cotidiana de nuestros propios días, como si el tiempo no hubiera pasado y nos disfrazáramos de judíos ante el becerro de oro, bajo la inquisitiva mirada de Moisés
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