lunes, 28 de octubre de 2024

Augusto y la imagen del poder a través de la escultura



En última instancia, esta revolución imperial en lo relativo a la creación y distribución de imágenes se remonta a Julio César, justo al inicio del gobierno de un solo hombre. Julio César fue el primer romano cuya efigie empezó a aparecer en las monedas acuñadas en la ciudad, rompiendo así la vieja tradición republicana que solo admitía acuñar monedas con imágenes de dioses, héroes míticos y personajes muertos mucho tiempo atrás. Pero no solo eso. 

Según Dion Casio, había también proyectos grandiosos para colocar su estatua en las ciudades del imperio y en todos los templos de Roma. Aunque Dion Casio, que escribió más de dos siglos después, estuviera exagerando, parece ser que en efecto había un novedoso plan para hacer visible a César en todo el mundo romano. El propio César habría respaldado el proyecto, aunque no lo habría diseñado. De hecho, se han encontrado más de veinte pedestales, desde la actual Turquía hasta la antigua Galia, cuyas inscripciones demuestran que habrían servido para sostener una estatua de César erigida mientras vivía. Pero fue asesinado antes de que estos planes pudieran llevarse a cabo, y ninguna escultura-retrato contemporánea de él se ha podido identificar de forma concluyente. Ha habido infinidad de atribuciones optimistas que señalaban a esta o a aquella estatua como el auténtico rostro de Julio César (incluso algunos de los arqueólogos más testarudos parecen querer mirar a los ojos del dictador), pero, de hecho, la única imagen indudablemente auténtica es la que aparece en algunas monedas del año 44 a. e. c. Quien tuvo la suerte de poner en práctica los planes de César a lo largo de un reinado de cuarenta y cinco años fue su sucesor, Octavio Augusto. 

En Italia, y en todo el mundo romano, se han descubierto alrededor de doscientos retratos —bustos o estatuas de cuerpo entero— hoy identificados con mayor o menor firmeza como Augusto. Casi nunca van acompañados de un nombre (hace mucho tiempo que las estatuas fueron separadas de los pedestales que las identificaban) y no siempre está claro que representen al propio Augusto, pues también podría tratarse de alguno de sus herederos o de algún pez gordo local deseoso de imitar el «aspecto» imperial. No obstante, después de dos siglos de concienzudo trabajo arqueológico —comparando los distintos retratos con las diminutas imágenes de las monedas, que sí llevan el nombre, o comparándolos entre sí—, hoy en día las piezas en discordia son relativamente pocas. 

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Lo que resulta particularmente llamativo es que las esculturas del emperador que estuvieron expuestas en distintos lugares del imperio, a cientos o miles de kilómetros de distancia, suelen revelar pequeñas similitudes de diseño, incluso en la precisa distribución de los mechones del cabello. Esto constituye una sólida pista de cómo se crearon. Muchas debieron de fabricarse en localidades de distintas partes del mundo, porque fueron talladas en piedra de la zona. Sin embargo, para lograr la máxima similitud entre sí, no cabe duda de que se basaban en modelos, ya fueran de cera, de arcilla o de yeso, enviados desde el centro del imperio para servir de «imagen oficial» de Augusto. No hay ninguna otra explicación verosímil. Aun así, todavía no sabemos cómo se desarrollaba todo ese proceso: para nosotros es una incógnita. 

Es uno de aquellos casos en que el funcionamiento de la administración de palacio, frente a la abundante información que tenemos de otras secciones, es completamente opaco. No podemos discernir quién dirigía esta operación ni quién se ocupaba de lo que llamaríamos las decisiones de «propaganda», y mucho menos quién realizaba los modelos o las propias esculturas. Y a pesar de que estos escultores contribuyeron a uno de los cambios artísticos más significativos de la historia universal, no podemos identificar por su nombre a ninguno de los que crearon los retratos de mármol y bronce de Augusto que se han conservado. A diferencia de lo que ocurriría mucho después con binomios de destacados artistas y monarcas mecenas como Holbein y Enrique VIII, o Tiziano y Felipe II de España, el mundo artístico de este período era mucho más anónimo y privado.

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La hipótesis más aceptada es que, a la muerte de Augusto en el año 14 e. c., había expuestas entre 25.000 y 50.000 imágenes suyas, lo que nos da una idea de la magnitud del fenómeno. Cualquier habitante del vasto imperio podía tropezarse en su ciudad —sin tener en cuenta la imagen de las monedas en el bolsillo— con una escultura de Augusto a tamaño natural, de bronce o incluso de plata. Esto nos recuerda de inmediato los carteles que en el mundo moderno reproducen la imagen de un dictador. De una forma muy parecida, incluso antes de la imprenta y de los pósteres, la imagen de Augusto era inevitable. 

Sin embargo, no se trataba de una revolución meramente cuantitativa. Augusto, o quien le aconsejase, también inauguró un estilo de retratos insólito en el mundo romano, en consonancia con algunos de sus cambios más estrictamente políticos. La élite de la República se había inclinado por un estilo «con verrugas y todo»: el retratado se veía demacrado, arrugado y anciano. Tanto si se pretendía una representación fiel o no de los personajes (y no tenemos forma de saberlo), se concedía un valor específico al poder de la senectud y la autoridad. Augusto cambió todo esto. Su propia imagen recuperaba las tradiciones idealizantes de la escultura griega del siglo V a. e. c. 

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La imagen de Augusto, que hunde sus raíces en un proceso iniciado por Julio César, proporcionó el modelo para los retratos de los emperadores romanos en los siglos sucesivos. En todos los reinados, excepto quizás en los más breves (e incluso los emperadores efímeros podían ser rápidos de reflejos), podemos detectar el mismo proceso de reproducción de sus estatuas. A pesar de que hay más identidades controvertidas en los períodos más tardíos, todavía podemos contar, como mínimo, unos ciento cincuenta bustos y figuras de cuerpo entero conservados de Adriano, el conjunto más elevado después del de Augusto, y quizás unos cien de su amante Antínoo, que se sitúa en tercer lugar. Muchas de estas imágenes formaban parte de una campaña dirigida desde el centro para difundir la figura del emperador por todo el imperio, o, en el caso de Antínoo, para responder al deseo personal de Adriano de conmemorar a su amante.

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Frente a esta dificultad, los romanos optaron a veces por una solución de ingeniería: se construía un esqueleto de madera o ladrillo del tamaño deseado para formar el cuerpo, después se «vestía» con finas láminas de metal (y quizás tejido reemplazable), y solo el rostro y las extremidades se esculpían en piedra para luego unirlas al marco. Estas partes del cuerpo son las únicas que han sobrevivido, restos de las caras o fragmentos de pies y manos que a veces parecen poco más que grandes trozos de piedra. Viendo tan solo estos fragmentos, apenas podemos imaginar lo impresionante o intimidatorio que podía ser el original. 

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Por más que Augusto pudiera haber construido astutamente una imagen que combinaba la igualdad ciudadana con una perfección casi sobrehumana, no hay duda de que las expresiones visuales de poder podían ser consideradas como expresiones de megalomanía. Las estatuas elaboradas con metales preciosos eran un ejemplo obvio en este sentido. No eran infrecuentes, pero eran siempre arriesgadas, y muchas no duraban demasiado tiempo. Un emperador podía conseguir tanto prestigio fundiéndolas como erigiéndolas. Augusto ya había comprendido que las estatuas de plata podían afectar de forma negativa a su reputación porque podían ser interpretadas como signo de exceso, de ahí que, en Lo que hice, presumiera de haber destruido alrededor de ochenta estatuas de ese tipo consagradas a él (presumiblemente donadas por otros) y utilizado los beneficios para hacer ofrendas al dios Apolo. Marco Aurelio y Lucio Vero aplicaron la misma lógica, porque, como leemos en una inscripción, se negaron a que estatuas de plata de los emperadores erigidas en Éfeso, viejas y estropeadas, fueran recicladas y convertidas en imágenes suyas. Ese mismo peligro existía también con el tamaño colosal. Representar al emperador a semejante escala sobrehumana conllevaba el riesgo de reventar el mito de que era «uno de nosotros». 

Hay referencias de pasada a figuras colosales de Augusto en Roma y a un grupo de ciudades del Mediterráneo oriental que encargaron una gigantesca estatua de Tiberio para el centro de la ciudad, en agradecimiento a su inmensa generosidad al enviar ayuda tras un terremoto. Sin embargo, el destino de la pintura de 35 metros de Nerón muestra el peligro que se cernía sobre estas representaciones colosales. Plinio el Viejo, en su breve descripción, la califica de completa «locura», y reseña que no tardó en ser destruida, de forma ominosa, por un rayo (un castigo, hemos de concluir, por haber ido demasiado lejos). Entre esos dos extremos, la historia de la estatua colosal de bronce de Nerón es un auténtico ejercicio de equilibrismo.


Emperador de Roma (Beard_ Mary)


AUGUSTO Y EL ARTE POLÍTICO

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