En el Portugal más profundo, muy cerca de la frontera española, al norte de Cáceres, existe un pueblo encantado lleno de grandes bolos de granito y recuerdos templarios
El paisaje ya de por sí merece la pena, y podéis ver fotos de él en un artículo de geobiombo, merecen realmente la pena, un inmenso berrocal granítico lleno de musgo y viento.
Por debajo de él se encuentra la población de calles empinadas y rocas utilizadas como paredes de las propias casas.
Con el musgo por compañero, el itinerario recorre los rincones del pueblo para descubrirse una iglesia de trazas románicas, la torre de las horas con una campana ronca, las casas vencidas por el tiempo.
Con el musgo por compañero, el itinerario recorre desde una iglesia de trazas románicas, una torre de las horas con una campana ronca a una misteriosa gruta que oculta una capilla.
Sin embargo, aún queda el plato fuerte. Andando entre el caos de los berrocales graníticos, en apenas diez minutos, se va rodeando suavemente la montaña, pasando por debajo de las gigantescas diaclasas y restos de la muralla.
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Bajo los pies queda el valle verde, su clima suave que llena de naranjos las huertas. Más allá duermen plácidamente las montañas antiguas, de crestas desgastadas desde hace millones de años.
Y así, volviendo un recodo, aparece al fondo la ermita románica de San Miguel y su torre separada del resto de la edificación.
Todo invita al misterio, pues en el fondo el paisaje es verdaderamente sublime (el romanticismo nos enseñó a verlo así). La capilla sin techo pero con curiosos canecillos medio borrados por la erosión, la portada magnífica con sus arcos de medio punto abocinados, las tumbas antropomorfas labradas en la piedra que rodean todo el paraje, los restos al fondo de la fortaleza, llenan de melancolía al paseante, de acaso un miedo incierto ante esta encomienda poderosa que Alfonso Enríquez, primer monarca portugués, donó al maestre templario portugués.
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