Nápoles es una ciudad apasionante, hecha simplemente de vida, una vida que transcurre sin cesar, apabullante.
Al contrario de otras ciudades-museo, en ella el pasado (como ocurre en los presepi) es el marco para una vida apurada hasta el límite, con una ansiedad casi norteafricana.
Motorini o Pompeya, pantalones colgados en las cuerdas de tender junto a la más exquisita iglesia barroca, vociferantes zocos, palacios tan bellos como arruinados, el Vesubio, la mala vida junto a las grandes marcas… Nápoles es un pesepre de sí mismo que sabe unir en un mismo instante lo más excelso y lo más terrible.
No es extraño que Caravaggio se sintiera fascinado por ella, ni Ribera, ni el propio Pistoletto. Sus obras, que pasan de lo sublime a lo explosivo son un ténue reflejo del alma napolitana de pizza, Pulcinella o cuernos de la suerte.
Una ciudad en donde todo aún parece posible; una ciudad en el mismo límite de Europa que nos recuerda mucho de nuestros orígenes de picaresca, apariencias, lujo y esplendor.
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