Desde hace más de ¿25 años? espero con ansia la mañana de Navidad para enfundarme los cascos y escuchar de principio a fin el Mesias de Haendel.
Si el anticiclón de navidades acompaña salgo a las calles solitarias a pasear la música, y entre algún perro de dueño insomne me dejo llevar por la soledad de los parques llenos de frío en donde los violines resbalan y las voces hacen ecos, llenos de magnificencia.
Al principio duelen las piernas atacadas por la escarcha que un sol tibio intenta sin éxito secar, pero eso da lo mismo, pues el mundo resulta luminoso y cierto como pocas veces en el año, como si la nochebuena hubiera limpiado las miserias.
Camino despacio, como si el cuerpo pesara, pero la música poco a poco da alas y los pasos se vuelven menos duros mientras las palomas buscan comida en los parterres de césped y todo resulta conforme y diamantino bajo la música.
¿Quién puede explicarlo?
Como un sol invictus que comienza hoy a recuperar sus reinos, como dice Lucas, una luz de esferas me llena los oídos cuando los coros navegan por mi cuerpo que se mueve solo, que siente desdoblado, alejándome los pesares de los achaques cada vez más frecuentes.
Todo es acaso perfecto, sobre todo si el cielo se mancha de un azul cada vez más intenso, muy alto y cristalino, en el que los aviones dejan estelas como alfabetos de mundos perdidos y el verde de los pinos y los cipreses va cobrando vida.
Violines.
Sombras de voces profundas.
La experiencia tiene de algo de religioso sin necesidad de liturgia. Una emoción pura que, acaso, es el origen de todas las religiones, sin necesidad de nombres ni narraciones, sólo las sombras alargadas, cortadas sobre el ladrillo de los edificios mientras la música cae al alma como al pasto el rocío, muy suave en su intensidad, con cascabeles dentro.
Una paloma pensativa en el alero. El primer mirlo.
Hay voces de ángeles en medio de los compases que ahora parecen plumas en lenta bajada por el aire fino, como polvo dorado bajo los árboles sin hojas. Una extraña y liviana geometría, una lluvia sin agua semejante al rumor de las fuentes ocultas de la Alhambra que viven sin hacerse por completo presentes pero que van calando dentro del ánima, con sosiego y luces, como un poema hermoso de Cernuda, igual que sabor de las lágrimas de alegría de un viejo amigo que hace un año que no se viese.
Pues nunca más en el año vuelvo (quiero) escucharla. Sólo para ese momento de gozo de algodones blancos y un calor si fuego en la punta de los dedos que hace olvidar el estómago pesado, el sueño mil veces roto de la noche anterior que ahora son recuerdos muy lejanos ante los violines repetidos uno sobre otro en una melodía encadenada de olas rompiendo por detrás de mis ojos.
¡Cuántos años!
¡Qué eternidad he vivido ya!
Todo se condensa en esta mañana y esta música, como un aleph perfecto de pasados y futuros. Un punto fijo en el universo que tiene forma de mar o de aliento fresco mientras avanza la música y poco a poco la calle se va llenando de gente ya muy cerca del Aleluya glorioso que todo eclipsa, pues el himno de la alegría perfecta se impone según el cielo crece hacia lo alto y el sol calienta levemente para alegría de los niños que empiezan a sacar sus bicis nuevas, tan relucientes, y llenan de alegría los parterres pardos de los parques con padres que les persiguen somnolientos, entre abuelos calmados que saben el trance que voy sufriendo paso a paso, mientras voy regresando a casa y guardo en la memoria la música callada que me ha ido acompañando sin tragedia durante estas dos horas largas de plenitud y dicha.
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