Frente a la música o la literatura, esencialmente lineales (hay que escuchar o leer de principio al fin, siempre en un orden determinado), el arte permite pensar de formas más diversas.
Especialmente la pintura permite observar la totalidad o fijarse en los detalles, analizarlos uno a uno o saltar entre ellos de forma azarosa, dejándose llevar por las líneas básicas de composición o por los colores.
Así permite una forma literaria de ver, viendo el tema o la narración que se encuentra visible. Leemos así el cuadro como una novela o, mejor, como un fotograma de una película de pronto interrumpida (véase este artículo de Velázquez)
De la pura anécdota podemos pasar a ideas más poéticas, cercanas a la iconología, en donde podemos entender la obra como una gigantesca metáfora que nos habla de ideas y emociones más allá de lo visible, proponiendo nuevas formas de comprensión del mundo que usan vías laterales (nadie podrá explicar mejor la esencia de la guerra que los fusilamientos de Goya)
Está lateralidad se potencia con recursos que solemos ver sin fijarnos, como el color, la composición o la luz que nos hablan sin palabras (y en esto emparenta con la música) generando sensaciones difícilmente comunicarles de otra manera.
Pocas veces se puede tener una idea más clara de sentir el horror que frente a la mujer que tiene en brazos su hijo muerto en el Guernica, ni del silencio como frente a Piero Della Francesca.
Todas estas fuerzas comunicativas se enredan en el espectador, como el propio movimiento y sensación de espacio en una arquitectura, o de peso en una escultura que nos interpela en el espacio, obligándonos a sentir nuestro propio cuerpo y posición.
Gracias a ellas potenciamos nuestros pensamientos laterales, descentra fonos de nuestra zona de confort y nuestras ideas preconcebidas y obligándonos a nuevas respuestas que no solemos generar en la pura cotidianidad.
Se produce así un bombardeo, una multiplicación de efectos que nos amplia los horizontes de una forma desconocida en otras artes
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