En la plaza de Colón descansa ya desde hace años una curiosa
Venus, obra del artista colombiano Botero.
Hasta los más legos en arte reconocerán enseguida su
autoría, pues el artista se ha hecho famoso por sus personajes “gordos”.
Sin embargo, detrás de esta característica, básica en su
producción, la obra de Botero va más allá.
Es en principio una salida figurativa frente a las
tendencias abstractas y conceptuales que dominan la segunda mitad del XX. Unas
formas que entroncan con el mundo naïf (aficionado) del que el Aduanero
Rousseau fue el gran estandarte a principios del XX. Una fórmula que pretende
dar una visión ingenua, alejada de la academia, del mundo que tanto valoraron
autores como Picasso.
Es, además, toda una reflexión sobre nuestros cánones (o
prejuicios) sobre la belleza, pues ante la delgadez y el gimnasio, Botero nos
presenta (entre lo brutal y lo humorístico) otra forma de ser y estar.
Esto es aún más evidente en la serie de obras en las que se
enfrenta a la Historia del Arte y nos recuerda que Rubens (pero tampoco
Tiziano) entendieron la belleza como nosotros. Una vuelta al relativismo
cultural típico de la posmodernidad
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