Aparición a San Pedro Nolasco
Hace tiempo que Berthol escribió un elogioso artículo sobre Murillo en el que, con fina sensibilidad, analizaba su mundo ya cercano a una forma de vivir pre-rococó. Hablaba en él de un profesor de arte que obviamente soy yo, que no llegaba a comprender esta forma de hacer, a la que no le quito ningún mérito pero que no llega a emocionarme. Y tal vez sea porque yo soy más de Zurbarán que de Murillo; voy a intentar explicarlo en este artículo.
Zurbarán es un rara avis dentro de nuestro siglo de Oro. Su primera anomalía es el haber nacido en la periferia del sistema (Extremadura) frente a las grandes capitales artísticas como Valencia (Ribera o Ribalta), Madrid, Granada (Alonso Cano) o por supuesto Sevilla (Velázquez, Murillo).
Esta formación tendría sus graves consecuencias, que especialmente podemos apreciar en el terreno de la perspectiva. En sus cuadros de historia o simplemente en aquellos en los que intervienen varias figuras vemos una cierta torpeza para representar el espacio, con suelos que se levantan y figuras que resbalan en ellos.
De la misma forma, vemos su falta de formación en sus composiciones, en general muy simétricas o establecidas en bandas paralelas, sin la genialidad de Ribera o Velázquez.
Y hasta aquí las limitaciones de Zurbarán que, sin embargo, no logran ocultar su grandeza, la que verdaderamente me fascina.
Grandeza a la hora de trabajar las cualidades (las texturas) de las cosas, haciendo una pintura verdaderamente táctil como la que practicara el primer Velázquez o el primer Ribera. (Aquí ya hemos analizado sus bodegones)
Sin embargo, y a diferencia de ellos, Zurbarán consigue esa realidad más con la luz que con la sombra. Dos imágenes pueden servir para ejemplificar esto. Mirad la obra Ribera y comparadla con Zurbarán.
Ribera. San Jerónimo
Zurbarán
Una segunda maravilla que siempre me encandila en los cuadros de Zurbarán es su uso del color blanco.
Si Velázquez llegó a exquisiteces con el negro, Zurbarán juega con una maestría inconcebible en los blancos, consiguiendo en ellos texturas y sombras magistrales.
Zurbarán
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En tercer lugar, Zurbarán es una verdadero maestro a la hora del retrato psicológico. Un retrato restringido al mundo de la fe auténtica. Pocos cuadros pueden compararse en verdad con los que hizo en sus colecciones de monjes cartujos (Guadalupe, la Merced).
Verlos es sentir esa sensación de verdadera religiosidad (que también la hubo en nuestro siglo de Oro pese a todas las ruindades y perversiones que puso de relieve la literatura picaresca como el Lazarillo o Mateo Alemán).
Y es que Zurbarán (según testimonios de contemporáneos) era un buen hombre. Un alma sencilla, sin la inteligencia de Velázquez o la sensibilidad de Murillo. Alguien que veía las cosas como eran, especialmente en religión, en donde siempre huyó del boato, de la parafernalia barroca para concentrarse en sentimientos intensos y profundamente vividos.
Santo Domingo in Soriano. La Magdalena. Sevilla
Tal vez será esto lo que explique porqué jamás llegó a pintar buenos cuadros de historia (no entendía las sutilezas de la alta política) o que su famosa serie de los Trabajos de Hércules para el Salón del Buen Retiro fuera una auténtica catástrofe pictórica. Comparad estos dos cuadros y vosotros mismos lo veréis
Y si hace falta algo más, ¿os habéis fijado cómo elabora sus figuras? Frente a la mancha de un Velázquez o un Murillo, Zurbarán usa un dibujo claro y unas increíbles formas geométricas. No es de extrañar que a Picasso le fascinaran estos cuadros en donde las formas son esenciales, en las que nada sobra, pues está lo básico.
Y yo creo que por el momento basta, aunque tendremos que volver a Zurbarán dentro de un tiempo, espacialmente respecto a sus retratos a lo divino, sus bodegones, sus crucificados o su terrible vejez en la que vendió su propio estilo.
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Santa faz. Un tema recurrente
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Por el momento es hora de cerrar este artículo con unas palabras de Pérez Sánchez que suscribo por completo.
Hay un modo de usar la luz y de sugerir el silencio que hace inolvidables sus composiciones, dotadas de un severo y a veces majestuoso reposo, que penetra muy dentro de la sensibilidad del espectador (...) una severa y grave monumentalidad que presta a sus figuras aisladas una fuerza imperativa y ejemplar (...), un sentido de la forma que tiende a volúmenes elementales (...), valorando las grandes superficies, y las líneas verticales (...), una forma devocional en la que la emoción humana, el temor a lo desconocido y el brillo solemne de una liturgia serena y ritual , se funden en feliz armonía ante los ojos asombrados del artista y de los fieles sencillos
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