domingo, 20 de enero de 2019

ICONOLOGÍAS PERSONALES. Caravaggio y la abrupta presencia de la realidad


En su tiempo, Caravaggio fue tan denostado (por la mayoría de sus grandes clientes) como amado (por un grupo muy reducido de ellos, acaso por el pueblo llano).
Ni su personalidad ni su pintura permitían medias tintas, y se le amaba u odiaba, casi desde un primer momento, sin otras posibilidades.
Y es que su pintura (aunque heredera en tantas cosas del gran renacimiento que conocía perfectamente) planteaba una revolución sin precedentes: el dominio de lo real como nuevo dios absoluto.
Hasta entonces se había explorado la belleza (Rafael), los estados de ánimo (Miguel Ángel) o la propia esencia de la luz (Tiziano). Tintoretto había comenzado a entender la potencia de la sombra, pero sólo la utilizó para hablar de una particular visión religiosa; Veronés había pintado a sus personajes del "Dolce Gabana" de su tiempo, Leonardo había observado hasta el mínimo detalle el mundo y las personas, pero siempre las había terminado por pintar tras el filtro de una ideología que tenía el neoplatonismo en su principio.
Frente a todo ellos (aunque tomando muchísimas sus técnicas y motivos), Caravaggio se rebeló y decidió pintar tabernas y prostitutas (sin convertirlas en Venus como Tiziano), menestrales, jugadores, santos viejos y desgastados por el tiempo, Cristos sin aura, mendigos desdentados o cabezas cortadas y llenas de sangre.


Por convencimiento, Caravaggio decidió vivir (y pintar) el mundo sin filtros, buscando sus esquinas más poco glamurosas, sus sombras (espirituales y también físicas) y sus miserias, atreviéndose a tomar el cuerpo ahogado de una prostituta para representar a la Virgen ya muerta o a un buscavidas para utilizarlo como Pedro crucificado.
Pintó también la homosexualidad, pero no como ya habían hecho otros, casi aristocrática; y el hampa, y la desesperación más absoluta que sufrimos los hombres demasiado a menudo.

Tal vez quisiera acercar la religión al mundo real (como pretendía Trento en una lectura un tanto forzada) o, quizás, utilizaba los temas religiosos como una pura excusa para hablar de lo otro, de lo eternamente silenciado, pues, igual que hicieron algunos autores góticos, entendió que la realidad era su terreno de acción, el único posible.

Y es que Caravaggio, tal vez, decidió que había que hacer visible (con las técnicas más sofisticadas del renacimiento) el mundo hostil que siempre le rodeó.
Quiso hablar de la culpa, el odio, la miseria o la complacencia del asesinato pues era eso lo verdaderamente importante, las pulsiones cotidianas que, tras los velos de filosofías y teologías, dominan el mundo de todos los días en donde la caridad, la empatía o el perdón significaban realmente lo anecdótico.
Por ello fue tan brutal, incluso con él mismo, y no perdió ocasión alguna para contar que la realidad es negra, sucia y terrible, con unos hombres (y mujeres) que luchan desesperadamente por la comida, el sexo o cualquier migaja de poder (más que por su propia salvación ultraterrenal).
Nos dijo, a gritos: ¡Miradlo, esto somos nosotros, por muchos oropeles con los que nos queramos disfrazar!
Nos puso así frente a lo que nunca quisimos ver, arrancando las vestiduras para dejar a la vista la mugre de nuestras más íntimas vergüenzas.
Una pintura de intestinos frente al cerebral Rafael, el corazón de Miguel Ángel, el ojo de Tiziano. Algo que convirtió la idea y la belleza en otra muy distinta, y nos puso delante nuestros propios excrementos que eran, en su pintura, lo único que puede producir un cuerpo humano.

Fue así escatológico, puramente corporal frente al misticismo de un Greco; verista y pesimista contra la elaboración intelectualmente sofisticada de Bronzino, y abrió los grifos de los que beberían tantos, desde Ribera a Artemisa, de Rembrandt a Miquel Barceló.
Esta es la única realidad, la profundamente asquerosa y terrible. Estos son nuestros cuerpos, ajados, llenos de arrugas, macilentos, frente a lo que una vez quiso imaginar Miguel Ángel con su David.
Nada se puede salvar de esta ruina que es la vida de cada día, y precisamente por ello sólo queda una posibilidad de salvación, seguir viviendo como si cada momento fuera el último. Bracear, besar, pelear, maltratar las tabernas hasta que todo se consuma; no hay otro camino mientras sigamos aquí, pues hasta las divinidades han perdido su aura para reconvertirse en nosotros mismos, pobres desgraciados que sólo tenemos algo que nunca debemos perder, este mismo instante, el regalo más precioso. Puro Carpe diem

Lucas Corralejo





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