Sí, durante mucho tiempo lo fue.
Pese a habernos educado en colegios laicos y dejar de acudir a misa mucho antes de la confirmación, la Religión (un tipo muy concreto de Religión que más que dogmas tenía moral) se quedó adherida a nuestra piel como si fuera el olor de una hoguera (y necesitamos de muchísimas duchas, de cientos de estropajos rascando, para quitárnoslo)
Especialmente esa idea de pecado (y enredado a ella, la de culpa) que se aparecía sin convocarla, sobre todo cuando eran deseos los que andaban en danza.
!El sexo!
Ese terrible tema hacía enmudecer a toda la familia en nuestros salones con televisión única ante la visión de cualquier escena subida de tono, ya por sus imágenes, ya por su connotaciones.
Todo daba reparo y nada se hablaba claro, convirtiendo la tortuosa escalera de nuestra educación sexual en un laberinto de leyendas urbanas, revistas eróticas y torpezas sin fin con nuestras sucesivas parejas.
Tuvimos que aprender subidos a un alambre y sin red de protección, penando hasta las lágrimas el comprar preservativos en la farmacia y siempre con el miedo a los embarazos (pues el aborto era, entonces, una bajada a los submundos, casi como una excursión por la droga)
Y si todo esto terrible, más íntimo pero igual de angustioso era esa pugna entre nuestros deseos y ardores y una extraña y constante sensación de suciedad.
¿Sólo puede hacerse sexo con alguien que no te importe? ¿De verdad quieres manchar, en lo físico y lo espiritual, a una pareja a la que verdad amas? Puras argucias de catecismo que, de tan repetidas en tantos contextos, se nos habían quedado clavadas dentro, especialmente a ellas.
Porque, si follaban eran un putas (aunque si no lo hacían eran unas estrechas), y haber follado con muchos (como ahora vuelven a pensar los cachorros de la extrema derecha) hacía perder valor a un chica en el mercado de las relaciones estables.
Esta era la absurda esquizofrenia de una religión que se pone en contra de los deseos de las personas y, aunque ya no crean en el infierno, les llenas el pecho de angustias y arrepentimientos.
¿Por qué todo este sadismo?
Especialmente, de nuevo lo digo, con las mujeres que aún se movían (en sus mentes, en la sociedad misma) entre el placer y la contención.
¿Por qué un orgasmo tiene que condenar a alguien? y traer detrás suyo tantas piedras encadenadas?
¿por qué ha de ser malo un desnudo
¿Por qué éramos incapaces de hacernos una paja sin sentir, después, un sentimiento de pobreza del alma, de haber sucumbido a lo fácil, de ser esclavos de nuestras pulsiones?
Contención, control, disciplina. Aquella moral nos enseñó a ser expertos actores de nosotros mismos con una obra de buenas apariencias que (cada vez lo veo más claro) sirvan para crear la paz social suficiente para que algunos puedan explotar todo a su gusto (pues la codicia es mucho menos pecado que la lujuria o el libre pensamiento). Controlar sus cuerpos y lo haréis con sus mentes.
Y no les dejéis plantearse que puede haber una sexualidad diferente a la planteada por la familia cristiana que tan bien queda en el mundo del fingimiento. Ni gays ni lesbianas, por favor; esos no son hijos de Dios, son unos descarriados llenos de pecado que les supura como si fuera pus por sus pústulas creadas por el vicio.
Castidad, especialmente para ellas, con palabras que han sido cadenas para muchas, ¿verdad Diana?
Yo entonces no lo quise comprender, pues me envenenaba de rabia y sexo frustrado cada vez que intentaba un acercamiento carnal y tu Dios (que había sido el mío) se interponía entre mi mano y tu sexo, como una espada de fuego, un latigazo de culpa que a ti te hacía retroceder y a mi llorar de impotencia, con una erección imposible de acallar.
¿Cómo una divinidad superior puede hacer tan infelices a sus propias creaciones?
Supongo, pues nunca me lo dijiste (ni yo quise preguntarlo), que el domingo siguiente a estos escarceos llegaría el tormento del confesionario y el cura curioso y pordiosero que preguntaría con insistencia sobre actos y pensamientos contrarios al sexto mandamiento, ¿No era así? No sé, yo me dejé de confesar casi a la vez que descubrí el deseo y nunca tuve que pasar por eso (aunque acaso, también, era porque era hombre, ¿no es cierto?).
Me ocurrió que nunca dejé de creer en Dios (aunque de una forma especialmente artística) pero sí en gran parte de su iglesia que bendecía tiranos y azuzaba a Guerras Civiles como cruzadas contra rojos y maricones.
Me volví, como me decía Lucas, cada vez más protestante y kantiano, con una rígida ética que me imponía a sí mismo (cuánto daño nos ha hecho a muchos de nosotros el imperativo kantiano; sí, también él, que nos ponía en inferioridad de condiciones ante los aprovechados, los trepas, los inmorales ...).
Hice eso pero no logré acabar ni con la idea de la culpa ni el pecado que me han perseguido desde siempre como un peso en el estómago, y siempre que me ocurre recuerdo las timideces de Sabrina o tus espantos carnales, Diana. Lo recuerdo y me da mucha pena por las briznas de vida que nos han robado tus obsesiones.
Cada vez comprendo más a los anticlericales del siglo XIX en España.
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