miércoles, 18 de diciembre de 2019

AQUELLAS PRADERAS AZULES. Eras un milagro azul y amarillo...

DALE AL PLAY PARA VER SUS OJOS


... igual que Boy George; solo te faltaba el sombrero.

Mientras te esperaba pinchando en el Penta, jugaba a adivinar cómo vendrían maquillados tus ojos en aquel viaje por el arco iris, del azul al violeta, combinados con el amarillo y el carmín o esos malvas fascinantes que te daban un punto de malicia. 

Pensaba en ello mientras escuchaba esta canción que también eras tú; siempre fuiste Culture Club desde el primer beso.

Era toda una alegría de vivir que (sabría tiempo después) tenía reague y jazz a partes iguales, bien agitada y con una pincelada de verde tigresa, la de tus ojos cuando atardecía.


Tus ojos.

Unos ojos que brillaban como sus notas agudas de piano para luego mecerse en la hipnótica insistencia del bajo que parecía dormirse bajo los lagos de tus pupilas, a veces tan claras que se deslizaban mucho más allá de los párpados. 
¡Ay, si yo entonces hubiera conocido yo el jazz! Cuántas melodías habría sacado de tu mirada que unas veces era un faro y en otras canciones silenciosas que tenían la alegría de los melocotones maduros del final del verano. 

¿Me comprenderías si te dijera que a veces me mirabas con el mismo olor que tienen algunas maderas dulces? 
A veces era el aroma a felicidad casi infantil que tiene la tierra empapada por la primera tormenta, o me mirabas tocando Bach y todo era perfecto en la suave tristeza de tus pasados dolorosos que apenas me querías contar. 
Luego cambiabas, y rodeadas de amarillo y azul, tus pupilas se convertían en playas llenas de sol y arena, con pequeños barquito de vela navegando por tus iris o... anunciaban las tormentas finales.

Tus ojos

Todo mi pequeño universo estaba cifrado en ellos, y después de tanto tiempo esperando en la cabina del pincha, de repente, llegabas demasiado pronto y apenas había tiempo de ponerte esta canción, justo en el momento en que pisabas la pista y la sala entera se iluminaba sin necesidad de focos. 
Hoy amarillo y verde. 
El dorado de tu pelo y tus ojos relumbrando detrás de la sombra violeta de los párpados que dejaban sin luz el resto del mundo, como el verdadero milagro de las ocho de la tarde. 

Realmente todavía no me explico por qué fue que no hice la tesis doctoral sobre aquellos ojos, quizás porque el tema era excesivo, incluso para mí mismo, y tan solo me limité a sorprenderme en cada cambio de ánimo de tus miradas que eran el cielo bajo mi cabeza y un espejo para el alma. 
Verde aguamarina si tenían el recuerdo de lágrimas antiguas, traslucidas como el lunar de tu parpado, o el suntuoso tono cuando te enojabas. Verdes que azulaban bajo las luces de la bola de espejos del Penta o se mezclaban con la raya malva que los resguardaba. 
Esos eran tus ojos, un infinito catálogo de tonos, ansiedades y otras nostalgias que pasaban por ellos para luego cruzar tu frente y acabar en tus manos de papel, con las uñas mordidas y la yema de los dedos anaranjada como diminutas llamas que a mi me quemaban los míos, mientras te miraba, sin cansarme nunca de hacerlo. 

Te miraba con una intensidad que a ti a veces te perturbaba, pero yo no podía dejar de hacerlo pues estaba prisionero de sus mil luces que bailaban bajo tus pupilas, especialmente cuando reías y, al fin, se desataban todos los nudos que te aprisionaban y una niña aparecía.
Era algo tan adorable como intangible que me llenaba de miel la sangre para, de repente, quedarte muy seria y acerar tu mirada que se poblaba de deseo un instante antes de arrojarte en mis brazos exigiendo la caridad de un beso, largo y profundo, que nos llenara de oscuridades en las que seguir imaginando tus ojos maquillados del aroma amoroso de Culture Club.



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