En el panel central de la «galería de los Animales» de la cueva de Fronsac (Dordoña), un gran falo, de 60 centímetros de longitud, esculpido en relieve, está rodeado de representaciones de animales —un bisonte y cuatro caballos—, de un signo —una parrilla—, de una pequeña silueta femenina esquemática y de dos imágenes de vulvas. También se han descubierto falos esculpidos en marfil de mamut en el extremo de un colgante o en «bastones perforados» en asta de reno. Si algunos eran sin duda elementos de adorno, otros eran tal vez objetos simbólicos utilizados en rituales relacionados con la reproducción, como los que aparecen en los «bastones perforados», que por su forma (fálica) y su supuesta función —enderezador de azagayas— simbolizarían la penetración.
El Castillo. Vulvas?
Aunque en muchas religiones el sexo femenino como objeto de veneración está presente en diversas imágenes o símbolos, durante todo el Paleolítico superior se representa sobre todo la vulva, a menudo aislada, «sinécdoque de la mujer», según el prehistoriador Henri Delporte. Estas imágenes de vulvas, repartidas por todo el territorio europeo (del noroeste de España a Rusia), son muy abundantes en Francia.
La forma de las vulvas, oval o triangular, y el estilo gráfico, del más realista al más esquemático (un círculo o un óvalo partido con una raya), varían según las culturas. Aparecen grabadas o esculpidas en bulto redondo sobre soportes móviles en distintos materiales, y también grabadas, punteadas o pintadas en las paredes de cuevas o bloques de caliza, y más raramente modeladas en arcilla. En algunas representaciones especialmente realistas, puede reconocerse la de una muchacha, de una mujer encinta o de una mujer que ha tenido muchos embarazos. Como caso excepcional, en Tito Bustillo (España) parece que se dibujaron pelos en una de las cinco vulvas pintadas en ocre rojo sobre una pared de un corredor situado al fondo de la cueva. Las imágenes de vulvas sobre bloques aparecen a veces en muchas reproducciones sobre una misma cara o sobre caras contiguas, y en ocasiones están casi pegadas a representaciones animales o fálicas. Las que se hallan sobre las paredes, tanto las que son visibles como las que quedan ocultas en el fondo de anfractuosidades, aparecen representadas solas (una o varias)[ y, más raramente, en medio de un panel con animales o cerca de signos (puntos, por ejemplo) u otros temas antropomorfos. La desnudez, en la mayoría de los casos, es el aspecto común de las representaciones femeninas paleolíticas.
El hombre prehistórico es también una mujer (Marylène Patou-Mathis)
Contar la historia de un amor que duró mucho menos que el recuerdo pintado en una de las losas del lavadero de pueblo, allí donde se escondían a la atardecida oyendo la cadencia de la fuente y viendo pasar gatos como sombras.
Allí se besaron y ella, que era veraneante, un día acabo desnuda y fulgurante en la noche de luna, y metidos en el agua del pilón sucedió la tragedia.
Y aquí, tal vez, acabar el libro, como si fuera esta historia.
No existía un escenario con telones, pues es la propia naturaleza y sus elegidas vistas el fondo sobre el que se desarrolla la obra (como ocurre en muchos templos, los griegos ponían un especial interés en relacionar la arquitectura con el paisaje, como la acrópolis de Atenas o el conjunto de Olimpia dentro de un bosque sagrado, el famoso Oráculo de Delfos con una subida en zigzag entre unas amenazantes rocas)
Centro de la orchestra, punto central del sistema acústico.
Hay que recordar que el teatro en el mundo griego siempre estuvo unido a aspectos religiosos, tanto por formar parte de celebraciones en honor a algún dios, como a Dionisios el de la Acrópolis de Atenas o Apolo en Delfos, como por su propia función sanadora (la acción teatral, especialmente en las tragedias, tiene que crear una katarsis o cambio interno del espectador al ser expuesto a fuertes sentimientos, muchas veces contradictorios)
También el teatro se vinculaba directamente con la polis y la educación cívica del ciudadano, haciéndole reflexionar sobre los mitos y la historia o criticando (como en la comedia) las actitudes nocivas para la armonía social.
En una ciudad de excesos barrocos como es Roma, esta diminuta plaza sorprende por su encanto rococó.
Realmente (y esto se encuentra en la esencia del estilo) se trata de un verdadero salón interior al que se le han olvidado poner el techo que es capaz de unir lo monumental y lo íntimo a través de un riguroso (aunque bien escondido) soporte geométrico (la intersección de varias elipses) que permite un telón de fondo de San Ignacio creado por el muro ondulante de varias casas.
Como corresponde, la entrada a tal espacio debe de ser algo secreta, a través de calles diagonales respecto a la plaza que no permiten su percepción completa hasta penetran en ella.
Una arquitectura que se impone al espectador con la imperiosa violencia estética que practicaba la compañía de Jesús.
Muy probablemente el espectador se sienta atraído sin remedio hacia ella, pero, si tras subir su escalera, vuelve la cabeza, se encontrará con el envés de la moneda
Verá un proscenio recoleto compuesto por tres edificios que multiplican los espacios por su ondulación particular (generada por las elipsis y deudora de Borromini, aunque pasado por el encanto dieciochesco)
La sensación es de un constante ondular que vuelve loco al gran angular de la cámara.
Pero las apariencias engañan, pues esta pared ondulante es, en realidad, varios edificios que (como piezas de puzzle se tratara) se encajan unas contra otras a través de calles escondidas que sólo el movimiento del espectador conseguirá desvelar
Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino! y en Roma misma a Roma no la hallas: cadáver son las que ostentó murallas y tumba de sí proprio el Aventino.
Algo semejante ocurre con Picasso, se ha hablado tanto de él, se analizado hasta los mínimos detalles, es tan sumamente potente las repercusiones de cualquier cosa relacionada con si figura (hasta sus propias uñas cortadas) que, precisamente por eso, Picasso ha terminado desapareciendo en algún lugar ignoto del universo Picasso.
Por eso hay que buscarlo casi como un delincuente (¿acaso por patriarcado heterosexual, pollavieja o misántropo?, las obras de Rogelio Cuenca siempre son polisémicas) y volver a valorarlo por lo que realmente nos enseñó a ver de nuevo todo (y en especial todo el arte desde la prehistoria y hasta sus propios contemporáneos)
Como cuenta a menudo el profesor Elvira Barba, la Acrópolis antes de los persas debía ser un verdadero bosques de esculturas votivas que, también, servían como galería al aire libre en donde los escultores se hacían autopropaganda.
Los persas en la Segunda Guerra Médica (y ante la huida a los barcos de los atenienses, antes de la batalla de Salamina) asolaron totalmente la ciudad y la Acrópolis, destrozando este jardín escultóricos.
Tras su victoria, los atenienses deciden enterrar toda la destrucción en el propio suelo de la Acrópolis y empezar de cero (y veinticinco siglos después, los arqueólogos volvieron a la luz, llenando toda la primera planta del nuevo Museo de la Acrópolis)
Una de estas esculturas es este famoso Moscóforo (portador de un carnero) que, según su inscripción, fue una ofrenda dedicada por Rombos, hijo de Palos, a la diosa Atenea.
Su estética corresponde a la del alto arcaísmo (570 a C) con una mejor comprensión de la anatomía humana unida a todas las características típicas de los kuros (sonrisa arcaica, frontalidad, hieratismo, bloque cerrado...).
Resulta novedosa tanto la relación (bastante orgánica) entre animal y hombre, y los postizos que debían tener sus ojos
Un libro muy interesante que puede ser leído de varias formas
Para algunos puede interesarle la crónica periodística de este asombroso caso: el de la pérdida de una escultura de más de 38 toneladas de peso que se expuso en el Reina Sofía y luego ya no volvió a aparecer nunca más.
Una escultura de un escultor tan renombrado como Richard Serra
En realidad es una crónica negra sin fin porque jamás encontrará las cultura por mucho que se busque
A otros les gustará la parte artística que tiene la novela, pues hay constantes referencias a la obra de Richard Serra y sus características que en el fondo se expanden a gran parte de la escultura contemporánea monumental, comenzando por Oteiza y siguiendo por Chillida.
Ya sea el propio autor ya sea otros críticos de arte analizan cómo funciona esta escultura pública que no tiene literatura ni un mensaje explícito y que juega con cosas tan básicas como el peso, las texturas, los colores y, sobre todo, la interacción con el público
En este sentido a los estudiantes de arte le gustarán las disquisiciones que hay sobre la resolución del problema pues Richard Serra decidió hacer una copia exacta de la obra perdida y regalarla al Reina Sofía declarando lo como lo auténtica. Algo que da mucho juego para pensar sobre lo que es realmente arte
También otros lo pueden ver más desde el lado del colorín para estudiar las curiosas interacciones que existen entre la alta política (con ministros, presidentes de gobierno, secretarios y sus secretarios de cultura) y el mundo del arte desde los comisarios a los directores de museos y los artistas. Algo mucho menos épico (ni tampoco lírico) de lo que podríamos pensar en donde se mueven las influencias, los millones o los caprichos personales que vuelven a aparecer otra vez en lo que sería los propietarios
Todo esto lo logra con una novela tremendamente plural, con muchas voces en la que pueden hablar el ministro de cultura y el gruista que descarga la obra, el obrero del acero y un comisario de arte, la policía o los jueces al propio autor u otros escritores otros artistas.
Una gota de sudor se desliza por tu vientre desnudo, muy despacio, al ritmo de tu respiración que, tras el terremoto, se ha ido acompasando.
Sonríes. Sonríes suave y despacio. Una sonrisa leve y duradera, la que sucede cuando has subido a las cumbres para arrojarte en el vacío y perderte en el vértigo de las aguas más profundas de tu cuerpo, las que viven con suave oscuridad hasta que yo vengo con huracanes y tormentas.
En la habitación solo hay una gran vela encendida que ilumina tu sudor, una lágrima esquiva que baja por la piel de tu vientre y moja el vello casi invisible de tu piel.
Hay una geografía ondulada de colinas que se te suceden allí tumbada, en el resplandor azulado de esa gran vela y la música de de las Bangles como una cortina que nos separa del mundo.
Yo te observo apoyando mi cabeza en el brazo doblado, te aprendo como el alumno más aplicado.
Has cerrado los ojos y solo tú sonrisa de paz te ilumina la cara, muy levemente.
Piensas en algo, ¿cuáles son las imágenes que pasan como nubes blancas por el cielo de tu frente?
Yo no quiero preguntar, romper el hechizo, y solo te toco con mi mirada, sin hacer fuerza alguna que alborote el aire que respiras,
lo haces muy despacio, casi como si estuvieras dormida pero sin estarlo.
Es un lugar intermedio, pálido. Tus manos reposan, una casi sin tocar tu sexo, la otra sobre mi pierna, y solo un dedo se mueve lentamente, escribiéndome en alfabetos perdidos la poesía de tus rincones.
Escribes muy despacio, igual que se resbala la gota de sudor de tu vientre, temblorosa, un instante traslucida hasta que resbala por la pendiente, pasa bajo tu mano y se cuela en el musgo dorado de tu sexo.
Es la felicidad, una sensación que cortinas movidas por el viento cuando la tarde cae y el calor pierde su dolorosa presencia.
Un sonido de mar, como las caracolas de tu cuerpo.
De húmeda paz, de lento prodigio que hace semanas que se produce.
¿Me regalas un milagro? Uno más
Y entonces abres los ojos y el faro verde de tu mirada me ilumina por dentro y me da miedo.
Porque cada vez pienso en ti en adjetivos, y no sé si eso es bueno pero es cierto.
No sé si es que te estoy convirtiendo en lienzo que yo pinto con palabras que no son realmente tú sino mis propios sentimientos.
No sé si ya eres tú o simplemente mi sueño reflejado en tu cuerpo.
Si te has convertido en cosa o pensamiento que yo recreo.
Me duele este miedo de quererte hasta hacerte desaparecer.
De amarte como un objeto tan bello como delicado que puede romperse y en torno suyo tienen un halo de prodigio que casi no es humano.
¿Me comprendes?
Creo que no, pues nunca me atreveré a decirte todo esto; tengo un pavor ciego a conocerte. Acaso porque realmente no seas mi princesa de cuento, por no estar a la altura. No quiero saber que no te amo como deseas, como mereces; comprender que yo nunca seré el campeón único de tus sueños y deseos, y por eso sólo te observo, te aprendo para cuando no estés.
No es posible que realmente me puedas querer siendo yo algo tan pequeño.
Las probabilidad está por completo equivocada, pues me hizo ganar el primer premio varias veces consecutivas.
Y acaso no lo merezco.
No mereces que te convierta en una pura imaginaria
La conocí tocando a Bach en un simple clavicénvalo, en una pequeña iglesia, acaso de Ámsterdam, o tal vez fuera Viena.
Irina, su largo pelo rubio, ojos como lagos helados y unos pechos blancos, grandes y pesados.
La conocí tocando la música de Mozart en Colonia y allí un conocido común nos presentó. Casi ni necesitamos inglés, pues hablaba perfectamente el italiano y un poco poquito el español.
Irina, el fuego de sus ojos entrecerrados cuando interpretaba, llena de luz y fuego, a Beethoven.
Fue un flechazo. Su música, su voz breve y cantarina me dejaron clavado a su merced en medio de la nada, y cenamos juntos para luego jugarnos a cual de los dos hoteles iríamos.
Gané yo, y cuando quise buscar en mi Instagram una lista suya, ella me dijo que nunca se llevaba el trabajo a la cama, con aquellos pantalones ajustados de cuero y sus tacones vertiginosos que andaban marcando el compás sobre los puentes de Ámsterdam.
Pues ganó ella y era Viena. La iglesia de San Pedro y un verano tórrido que estaba a puntos de convertirla en agua bajo el piano de cola en donde sonaba Ravel.
Irina. Ganó ella y me llevó a un hotel escondido entre palacios barrocos que tenían habitación de cortinajes tan azules como la luz de sus ojos.
Desde entonces escuché todo su repertorio en las capitales de media Europa: Bach, Mozart, Beethoven, Ravel, Debussy y Rajmáninov. La contemplé y vi su fuego incendiar salas en Milán, Turín y Roma.
Poderosas deflagraciones que resurgían por las noches, pues toda su timidez, calma e hielo sólo desaparecían delante de un piano o desnuda y encamada.
En aquellos momento, Irina, yo siempre me sentí un piano poderosamente tocado, de lo dulce a lo explosivo, y fue el momento más cercano a mi sueño de convertirme en una canción: la música que me hacían florecer tus pechos inhiestos, tus voluptuosas caderas que se convertían en el último lugar al que agarrarse mientras se cae al vacío.
En un tiempo en el que Putin aún era el amigo de Occidente conocí Moscú y San Petesburgo tras el reguero de fuego de sus interpretaciones, unas diurnas, otras nocturnas, todas ellas marcadas por una pasión que me encadenaba y cada vez me daba más miedo.
Pues yo era su prisionero tanto como ella de la música y nuestro sexo. Carcelario de su trabajo desmesurado, de su desmesurado sexo. Atropellado por sus excelencias, por una pulcritud rayana en el delirio que me iba destrozando entre gemidos y escalofríos, unos en la cama, otros en los conciertos, y entre ambas cosas, una mirada de hielo, inescrutable, como la de un primer ministro ruso, casi más de robot o persona, mientras en su repertorio iba despareciendo los compositores alemanes y austriacos e iba llegando toda una pléyade de músicos de la gran Madre Rusia.
Irina. Tus pechos insomnes, graves y elásticos. Tus largos dedos. Los músculos escondidos de tus brazos tan delgados y poderosos.
Sólo podía amarte en la música y el sexo, pues en lo demás eras una muralla cerrada, fría, sin tacto apenas. No bebías nunca, pues ya te emborrachaban la música y los orgasmos que nunca quisiste mezclar, pues tú eras (ahora lo comprendo en otras personas interpuestas) un puzle de piezas autónomas que no encajaban unas con otras, en silencio. Espacios autónomos dirigidos por un cerebro y una voluntad indestructibles que sólo tenían corazón para las notas y las caricias.
Fue por eso que tuve que hacerlo. Por eso te escribo esta carta al viento.
Tuve que abandonarte antes que me invadieras por mi propio bien, Irina, pues seguro que en tu repertorio ya no cabe Mozart y ha sido sustituido por Wagner.
Como pudo hacer tanto calor aquel invierno. Debió de ser un milagro... Uno hecho solo para nosotros dos.
Las noches eran heladoras y los charcos se congelaban a la vista mientras nos refugiábamos en el Penta a besarnos, bailar y hablar sin fin, y solo sentíamos el frío camino a tu casa, hasta aquel árbol sin hojas bajo el que nos despedíamos, dejando a la noche sola como un temprano de hielo que sólo se fundía cuando
Volvía a amanecer y, mucho antes del mediodía, ya hacía el suficiente calor para estar en nuestra pradera en camiseta, antes de que tu llegarás con el jersey atado a la cintura, casi como si fuera verano.
Yo me llevaba los apuntes y el libro de historia para estudiar mientras te esperaba, con aquel gran plástico extendido sobre la hierba llena de rocío que luego, al marcharnos, doblábamos con cuidado y guardábamos entre las piedras que una zarza protegía, junto al paquete de fortuna encerrado en su lata.
Cuando llegaba, antes incluso de extender el plástico, cogía un cigarro de él y me iba a unas piedras sobre el regato que cruzaba toda la pradera que nos acogió aquel invierno en el que me abrasé en todos tus hielos ocultos.
Me sentaba en ellas, miraba el agua deslizarse en el cauce lleno de ramajes, entre sus diminutas hojas que rozaba el agua helada, y lo encendía y, en la primera calada, sentía los pulmones ardiendo y un tos que se agarraba a la garganta como una tenaza.
¿Qué estupidez, verdad?
Así es la adolescencia, los 16 años en donde te sientes inmune a todo cuando en realidad eres más vulnerable de lo que jamás serás.
Una edad torpe y prohibida, como decía Luca de Tena, que se mueve entre los absolutos más etéreos y los minutos más intensos o aburridos, entre el cielo y el suelo, nos diría Mecano que tantas veces (una, dos, tres) fue la base de la banda sonora de nuestra vida, una película atroz, maravillosa o ridícula que aquel invierno se lleno de un extraño calor sobre la verdísima pradera en la que yo estaba estudiando hasta que, a las doce tú llegabas, milimétrica, con un simple jersey atado a la cintura, una camiseta holgada, unos pantalones de tela amarillos o rojos, y la sonrisa más radiante del universo
Cómo te besaba entonces, como si hiciera un siglo del beso anterior, pues había pasado toda una noche sin sentir tu cintura de agua, el torrente de la respiración de tus besos cada vez más turbados mientras nuestras manos tenían juegos privados en los que nosotros éramos simples actores mudos ante los escalofríos de los deseos que nos recorrían como corrientes de agua hirviendo e hielo.
Aquellas mañanas en pleno mes de diciembre, de enero, de febrero hasta que...
Maldita sea.
Para abandonarme elegiste la madrugada más fría que encontraste, cuando el gran charco que había en las obras de la plaza se helaba ante nuestros ojos mientras tú...
Maldita sea.
Ahora se lo que, ya entonces, sabia perfectamente pero no quería decírmelo, pues tú cada vez estabas más lejana en aquella pradera, gimiendo pero con un rastro de pena detrás de tus jadeos de plata, y tus manos se iban volviendo más tristes en sus largos dedos de uñas mordidas.
- ¿No decías que ya lo habías dejado, Sabrina?
- Exactamente igual que tú con el tabaco.
Touche.
Tocado y hundido.
Igual que un barquito que muy pronto iba a naufragar, pues tú me lo decías a gritos y yo era sordo y ciego a las advertencias, a esa sonrisa de papel y los ojos llorosos en el fondo de su lago que yo no quería ver, pues te amaba como jamás se había inventado, y te quería todos tus gestos, y en especial ese dulce abandono que sucedía tras las llamas del infierno que tantas veces
¿La recuerdas? Especialmente el momento mágico de una cascada de agua cayendo sobre nuestros cuerpos, como si todos los dulces sueños anteriores reventaran igual que amapolas sobre la hierba,
y aquel arroyo que venía más allá de los muros de piedra seca para crear una curva en donde crecían zarzas y un avellano entonces sin hojas, tan desnudo como estabas tú debajo de tu ropa, conociéndote como un ciego aquí y en Penta´s, incluso en la urbanización vieja que algunas noches recorríamos ateridos de frío y yo cantaba frases al oído y tu enrojecías, pues aquella canción era, igual que Barry white, el santo y seña de nuestras excursiones a los infiernos que tanto ansiábamos a la vez que nos producían tanto ¿miedo?
No, tal vez no era esa la palabra, pues tenía que ver con el respeto pero también con lo prohibido, con las ansias por descubrir el origen de tus hielos que se guardaban en un arcón que sólo se abría con algunos besos precisos que arrancaban muy cerca del lóbulo de tu oreja, mientras mis manos se llenaban de grandes melocotones maduros y
Más allá de todo se encontraba aquello, tan suave y misterioso, algo con la densidad pastosa de los sueños que mandaba señales de socorro mientras el rocío caía a la hierba como un atardecer adelantado en el que nosotros respirábamos fuego
los cristales ardientes de tu aliento que se me clavaba como miles de pequeñas muertes y un escozor a gloria en las entrañas más escondidas que ahora florecían sin cesar, igual que tus pechos o el vientre: fuegos de artificio entre el infierno y los sueños, tan dulces hasta que reventaron en mil pedazos bajo la voz de Barbara Streisand, y se cerraron los cofres de hielo y se marcho la carpa de los gitanos dejando esta pradera sola y silenciosa a la que sólo volvía para fumar un nuevo cigarro mientras me dejaba llorar sin tiempo ni testigos.