Lucio Vaquero tiene en la última exposición en la sala Fernández Braso dos ideas recurrentes en su evolución estilística.
La primera de ella es la importancia de la tensión entre realidad y pintura. Realidad que recoge de forma exquisita en sus dibujos y que más tarde se transforma por medio de las craquelaciones de los pigmentos, el cambio del color por gamas únicas, la superposición de imágenes tan querida por la posmodernidad...
Junto a esto, hay un constante referirse al paso del tiempo como destructor. Un tiempo aniquilador, como Saturno comiéndose a sus hijos.
Las obras se llenan de espacios descascarillados, todo es ocupado por una tristeza mate.
La instalación que ha presentado es perfecta para explicarlo.
Un mobiliario antiguo, de una gran riqueza (gracias al pan de oro y el trabajo de la madera) que, como si fuera un Dalí, deja escurrir una sustancia espesa, grumos oscuros que manchan y comen el oro y los muebles, cubriéndolos con indiferencia.
El pasado que siempre regresa, el tiempo que nos desintegra pese a toda la riqueza
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