El artista perfecto, el pintor que jamás cometió un error (...) Su deslumbrante técnica, tanto al óleo como al fresco, allana cualquier dificultad
Así habla Linday Murray de este pintor del cinquecento, eclipsado por la gloria de Leonardo y Rafael.
Hacia principios del siglo XVI, Florencia había sido abandonada por los grandes genios (Leonardo en Milán, Miguel Ángel y Rafael a Roma), quedando su pintura en un pintor sólido, pero con escasa evolución: Fra Bartolomeo.
Fresco de Fra Bartolomeo en el Duomo de San Sepolcro
Uno de sus discípulos, Andre del Sarto, rellenará el hueco para convertirse en una gran figura que, como los anteriores, dejará una corte de discípulos ya claramente volcados en el manierismo (Pontorno y Rosso), como ya apuntaba el propio artista en sus obras de finales de los años 20.
Continuación de la serie por parte de uno de sus principales discípulos.: Pontorno
Las pinturas que hoy analizamos pertenecen a sus primeras obras. Realizadas en el claustro de la Annuziata son un perfecto exponente del clasicismo al que había llegado la pintura.
Sus composiciones deben mucho a Rafael y sus primeras Stanze (Escuela de Atenas) en donde la arquitectura clásica y poderosa (muy bramantesca) crea un escenario de total simetría, con un eje de simetría muy marcado que coincide con el punto de fuga central, en donde podemos observar, en algunos ejemplos, paisajes totalmente leonardescos
Sobre este espacio (que a veces se agranda con escalinatas, nichos posteriores...) las figuras se sitúan formando grupos perfectamente equilibrados, en ocasiones generando un gran triángulo equilátero (experimentado ya por Leonardo y complejizado por Rafael) que equilibra toda la escena.
De igual manera se comportan sus colores, escasos y poderosos, se reparten de forma equilibrada por el espacio, contrapesando cálidos con fríos como ya hiciera Masaccio.
En cuanto a las figuras se comportan con una dignidad "romana" (cortesana, al estilo que propugnaría Castglione), de gestos justos y elegantes, envueltas en sus grandes mantos y rodeadas por una luz suave y envolvente que genera los claroscuros exactos, las sombras proyectadas, un ambiente relajado y exacto, como una ecuación matemática en la que no falta la ternura.
En la última de las obras del Claustro, el Nacimiento de la Virgen (seis años posterior) vemos la rápida evolución del pintor, que ha dejado los esquemas anteriores para construir un espacio mucho más complejo (y creíble) gracias más a los personajes que lo habitan que a la arquitectura que lo define.
Tanto los colores como la libertad compositiva o las propias figuras rompen con ese aspecto matemático del que hablábamos para volcarse más en la poesía, todo un canto a la belleza femenina llena de elegancia en donde destaca la figura central, un retrato de Lucrezia, su mujer que años después, casi en el lecho de la muerte, le abandonaría.
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