Su cuello altivo
Su piel de leche
Aquella coleta como un surtidor de oro suave
Sus manos tenían las uñas mordidas y llevaba (el primer día) unos vaqueros desteñidos y con una pegatina en el culo, como si en su juventud hubiera bailado Divina de Radio Futura
Sus ojos tristes, su boca carnosa .
La mirada somnolienta y lejana como un extraño sueño...
... de manzanas maduras.
Su mirada era de un verde muy oscuro, casi negro, que cuando se volvía hacia arriba parecía un cuadro de Guido Reni, con las mejillas arreboladas, como si su figura de diosa griega ardiera por dentro
Os pareceré Luis, ¿verdad? Quizás en aquellas cortas semanas lo fui un poco, aunque sin música dentro, sin su capacidad para la sinestesia.
Fue en un curso del profesorado sobre historia del Arte, y desde el primer día me quedé prendado de aquella mujer de la que nunca llegaría a saber el nombre pero que me envenenó los sueños y me alborotó el sexo.
Yo me senté siempre lejos y esquinado para poderla mirar, y casi olvidé ¡al mismísimo Velázquez! mirando esas mejillas acaloradas que en un momento se entremezclaron con la Venus del Espejo, conmigo mismo reflejado en el espejo y la imagen desnuda y eternamente blanca sobre sábanas cuyas arrugas contaban todos los pormenores de una larga noche de amor
Sus pechos breves bajo los amplios jerseys que fue luciendo cada día, sin repetir jamás modelo, y aquellos pantalones ceñidos que chocaban con estrépito con su rostro de virgen del Quattrocento, unas veces luminoso bajo las sonrisas pequeñas, otras oscuro y perfumado, con olor a tierra labrada.
¡Por Dios!, parecía un adolescente con veinte años más y las primeras canas despuntando pero no lo pude evitar, y la observé como sólo hasta entonces había mirado los cuadros. Ni siquiera a Laura conseguí mirarla así ni en el mismísimo día de nuestra boda.
Pues no era amor, eso estaba claro, era...
Era algo asombroso, un líquido espeso que calentaba todo sin esfuerzo y, en más de un momento, comprendí a Luis como jamás lo había hecho y sentí (una pizca apenas, seguramente) todo lo que nos contó una y otra vez de Sabrina, aquellos soliloquios de su programa de madrugada entre canción y canción, cuando se desnudaba ante casi un millón de oyentes sin que apenas nadie lo supiera, y una y otra vez contara su propia historia de amor que nosotros estamos intentando recoger en esta página.
Así me sentí, enamorado (aunque esa no sea realmente la palabra) de una imagen con la que nunca quise siquiera hablar, pues tenía miedo que su voz me rompiera los sueños aún más o, por el contrario, destrozara mis propias imaginaciones y de golpe se convirtiera en princesa desencantada, sin corona ni halo.
Sólo quise observarla, hacerlo con tal intensidad que tuve la sensación que notaba su propio aire de respirar aunque estuviera a muchas sillas de distancia, mientras en la pantalla volvía a aparecer una y otra vez La Venus de Velázquez, aquel flemático tan parecido a mi que pensaba mucho y pintaba (escribía) muy poco, siempre controlado y racional, un punto por encima de cualquier realidad para que nada le pudiera tocar ni ¿herir?
Por lo menos a mi sí; esa era la estrategia.
Pero su cuello fino rompió los frenos y no pude imaginarla sino desnuda y cálida en una habitación con luz que debería saber a fresa (supongo), a menta ácida y a aquellas almendras que Luis masticaba en la imaginación de su alma mientras escuchaba ciertas canciones.
Yo nunca pude hacerlo, o tal vez aquella vez sí, y por primera y última vez en mi vida pude darme cuenta de los olores que tenían las cosas más insospechadas, y en las noches de insomnio sentí la fragancia de su cuello mientras la besaba en sueños y el mundo de la habitación daba vueltas como un carrusel, tan deprisa que a mi me daba miedo que Laura pudiera despertar en la cama contigua y encontrarme ensopado de miedo y con los pulsos perdidos, como aquellos tiempos en donde la depresión y la ansiedad me tuvo prisionero hasta que conseguí salir de aquel colegio maldito, un segundo antes de perder la razón ante tanto dolor.
Me daba miedo que ella me viese pero aún más que la vida al fin recobrada tras tantas sesiones de psicólogo y kilos de fármacos se volviera a ir al traste y todo se desbarrancara.
Miedo del propio miedo durante aquellas noches que se olvidaban en el mismo momento de volver a verla en aquel curso maldito en donde a punto estuve de odiar a Velázquez.
Pues sus manos de porcelana china, con las uñas muy cortadas.
Su pecho breve, su larga melena dorada sin necesidad de atardeceres.
Y un pequeño mohín de enfado, a veces, de pasión lenta en otras ocasiones que a mi me rompía las razones mientras la imaginación se me llenaba de música soul, aquella que Luis (decía) era puro sexo cantado, con las baterías lentamente entrando en el palpitar de tus venas, despacio, sin pausa, como una locomotora tomando aliento para llevarse todo por delante en el movimiento lúbrico de sus pistones y..., la venus del Espejo como fondo, su silueta de guitarra excesiva que te llamaba a gritos mientras el mundo se llenaba de sabores extraños, de especias picantes, de gritos y aguas desbocadas.
Así me ocurrió, creo.
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