Si Giorgione o Tiziano inventaron y llevaron a su plenitud la técnica veneciana de pincelada suelta, perspectiva aérea o las texturas, o Tintoretto fue la respuesta emocional y terrible de la escuela; Veronés fue el pintor de las glorias mundanas del mundo veneciano.
Quizás su obra más representativa sea este gigantesco lienzo en donde una escena sagrada (Las bodas de Canaá) sirve como verdadero pretexto para retratar todo el lujo y la sofisticación de la República veneciana (curiosamente cuando su mundo estaba comenzando su ocaso con el descubrimiento de América y el corte de las tradicionales rutas mediterráneas por parte del Imperio Otomano, cambiando su tradicional actividad comercial sumamente activa ya en tiempos de Marco Polo, por la compra de tierras y la creación de una agricultura sumamente avanzada para la época en todo el bajo valle del Po).
Resulta también curioso que este cuadro fuera encargado para decorar un refectorio benedictino de la ciudad, lo que nos habla del carácter abierto, casi panteísta, de la ciudad, volcadas desde hacia siglos hacia el Oriente del que había traído especias, seda, refinamiento, exotismo y un profundo cosmopolitismo.
Si observáis el cuadro encontraréis músicos (entre los que retrató a los pintores de la época), lujosos vestidos trabajados con la habitual maestría del mundo veneciano que nos hace distinguir las distintas calidades de las sedas, los armiños, los brocados...; las finas vajillas de copas de vidrio o los grandes búcaros finamente decorados...; y en el centro de la vorágine la figura de Cristo y la Virgen presidiendo el convite.
Y es que más que conciliato, el tema es pura excusa para representar la riqueza, gusto y exquisitez de las élites venecianas.
Todo el conjunto de figuras (más de un centenar) se encuentran rigurosamente controladas por una composición simétrica en donde dos elementos sirven como referencia (todavía clasicista). En la parte baja es la mesa en forma de U la que organiza las figuras y permite un primer punto de perspectiva (que podría quedar ahogada por la multitud).
Tras la transición que realiza la balaustrada clásica se abre un segundo espacio (sumamente vacío frente al agobio inferior, y que le sirve de contrapunto, de la misma manera que un siglo después hará Velázquez en sus Meninas)
En este espacio superior son las arquitecturas las que generan largas líneas de fuga que llevan al espectador hacia el radiante cielo veneciano.
Estas arquitecturas, como todas las del autor, se encuentran inspiradas (cuando no dibujadas directamente) por su amigo y asiduo colaborador, Palladio (Veronés realizará las arquitecturas fingidas de algunas de sus villas a la vez que tomaba sus edificios como fondo, pero también icono de la nueva Venecia, en sus cuadros, convirtiéndolos en un personaje más de la opulencia de la ciudad que gracias a ellos pierde su carácter gótico para asimilarse a una nueva Roma).
La paleta del pintor es sumamente amplia (como corresponde a una escuela tan colorista) aunque sentirá una fuerte atracción por los colores fríos, especialmente azules y plata que puntúan todo el cuadro (e influirán al Velázquez maduro, tras su primer viaje a Italia).
Resulta también sumamente característico del pintor su gusto por la anécdota, desde el gato que tira la jarra de vino, el que se asoma arriesgado a la cornisa, el bufón, el exótico esclavo negro...
Veronese es la pintura. Es el fondo remoto, vigoroso y dorado del que rebosan las imágenes, sin la carga de significado. Es el puro desplegarse de las figuras por las superficies, como en los tapices desarrollados.
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